26 años separan al chiquillo ensimismado de la portada, más canijo que esa Fender que apenas logra abarcar, del hombre barbado que ha acabado firmando la docena de canciones que integran Dreams and certainties, segundo elepé de un madrileño que se formó en la universidad de Leeds y prefiere el inglés para desarrollar un imaginario sonora de reminiscencias clásicas y factura impoluta. Rubin se dedica, en efecto, a hacer balance de sueños y certezas en el tránsito desde la infancia radiante a esos treintaypocos a veces más generosos en tropiezos y desapegos que en grandes conquistas. Pero el hecho mismo de que sostengamos ahora mismo este álbum para aplaudirlo debería servirle como elemento que desequilibra la balanza hacia el lado de los logros.

 

Rubin es un milenial si nos atenemos al DNI, pero su torrente sanguíneo es el de un muchacho que se hubiera criado en la transición de los sesenta a los setenta, al calor de los Beatles, The Band, Simon & Garfunkel y, si el suministro eléctrico se revoluciona, hasta Carlos Santana. A veces le cuesta trabajo determinar si su melenudo favorito es Lennon (What am I doing now?) o Harrison (What we might forget), así que la solución más habitual a la disyuntiva consiste en escorarse hacia Cat Stevens (You know the answer, Endless conversation), una referencia recurrente y seguramente inevitable incluso en la manera de articular las frases.

 

Las evocaciones y sugerencias son múltiples, desde el pop psicodélico (The big flaw) al folk británico y toda la escuela del Laurel Canyon, aunque en líneas generales las apelaciones al mar del Norte son más frecuentes que a la costa californiana. Incluso Nick Drake parece haberle susurrado el arpegiado de guitarra en el tema que da título al elepé, justo antes de que Morning sun parezca conectarnos con el espíritu de All things must pass. Aquí también llega el sol, en definitiva.

 

La escuela de Rubin es la misma que la de su amigo Germán Salto o la del no menos brillante Julián Maeso, con la curiosa peculiaridad de que es un discípulo de este, el excelente Sergio Valdehita, quien se encarga de aportar la calidez más legítima de los teclados rhodes o los melotrones. Ha necesitado el autor seis años, seis, para encontrarle sucesor a aquel Subtle atmospheres que le valió colarse en las oraciones de los buscadores de tesoros patrios nada evidentes. Está claro: cuesta mucho sudor satisfacer hoy en día nuestros sueños, sin necesidad de ponernos dramáticos apelando a la sangre o las lágrimas. Pero aunque Moses Rubin no abandone la zona más alejada de los radares mayoritarios, le quedará siempre, cual ebanista, el prurito del trabajo con materiales nobles y factura duradera.

 

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