La intrahistoria es curiosa, pero sobre todo paradigmática. A lo que se ve, Jason Pierce quería grabar el álbum junto al productor Youth, pero tras meses de trabajo se encontró con que los resultados no le satisfacían… y su presupuesto se había volatilizado. Y así, lo que ahora escuchamos en este octavo álbum de Spiritualized es fruto de un viejo lema del currante y, por extensión, de infinidad de artistas: hagamos de la necesidad virtud. Esfumados los ahorros, estas nueve canciones se fraguaron en la soledad de una habitación, con un simple portátil como mesa de operaciones. Pero en la relativa sencillez formal recae parte de su enorme belleza, fruto de una mente quizá privilegiada y obsesiva en su perfeccionismo. La dimensión psicodélica o los arrebatos de jazz poliédrico siguen compareciendo aquí o allá, pero Pierce ha querido dejarnos constancia de su enorme talento como autor, con canciones que resistirían el formato escueto de voz y guitarra. No es el caso, puesto que al final el preciosismo de este superviviente cincuentón le lleva incluso a regalarnos una imponente sección de cuerdas para “Damaged”. Pero no hay manera de buscarle un gramo de flacidez a una obra en la que la voz tenue y frágil de Jason nos conduce por medios tiempos enormes (“Here it comes The road Let’s go”, “Let’s dance”), amaga con el soul clásico (“I’m your man”) o nos despereza con esa abertura, “A perfect miracle”, que parece un cadencioso amanecer esperanzado. La placidez solo se desmorona en los brutales ocho minutos de catarsis reiterativa de “The morning after”, que en Velvet Underground habrían abrazado sin titubeos. Anda el de Rugby insinuando que este será su canto del cisne. Preferimos no creerle, pero jamás podríamos reprocharle este adiós en estado de gracia.