Antes de nada, una observación visual previa: ¿cómo no mirar con los mejores ojos un disco con una portada tan encantadora? Es solo una primera aproximación a un trabajo que destila amor por la música y por el trabajo colaborativo, dos virtudes que solo pueden despertarnos una profunda sensación de simpatía. The Wood Brothers llevan ya tres lustros en activo, acreditaban seis álbumes previos y suman las suficientes horas de vuelo como para que no sean solo un secreto entre los sabiondillos en las inagotables aguas de la música americana de raíz. Este reino mental se erige ahora en un territorio idílico, hermoso y soleado ante el que resulta difícil no sucumbir. Es más: no tenemos ninguna necesidad de resistirnos.

 

Situémonos. Chris Wood, contrabajista de fábula, fue integrante de Medeski, Martin & Wood, pura aventura en el jazz de vanguardia y demás aventuras transversales durante los años noventa. De vuelta al terruño, se alía con su hermano Oliver, guitarrista, y un amigo común, Jano Rix, que sabe tocar casi cualquier cosa. Los tres cantan. Los tres, maravillosamente bien. Y de ahí que el folk, el bluegrass, el pop con regusto jazzístico y el country fluyan por sus venas con una naturalidad pasmosa.

 

Lo habían recorrido todo en las músicas con regusto campestre. Son grandes componiendo e interactuando. Y ahora, por aquello de ponerle emoción, optaron por entrar en el estudio sin una sola corchea escrita en sus libretas. Las 11 canciones que integran Kingdom in my mind lucen las firmas solidarias de los tres artífices porque entre todos fueron improvisándolas, armándolas, amasándolas como el ceramista que moldea el barro con las yemas de los dedos. Y es maravilloso pensar en Cry over nothing, por ejemplo, como una memorable prolongación de The Band. O en Little bit sweet como esa canción por la que los hermanos Coen le habrían vendido sus almas al diablo.

 

A veces son más agrestes (Don’t think about my death); otras, más idílicos. Que se note que provienen de Colorado, del medio oeste. Pueden acercarse a los Allman Brothers o dulcificarse en la onda de Jesse Harris, el que fuese compositor de cabecera de Norah Jones. Pero no dan puntada sin hilo. Son estimulantes, efervescentes. Son ese abrazo caluroso que, por ahora, seguimos sin poder darnos.

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