A veces las portadas cuentan muchas, muchísimas cosas sobre lo que nos espera en el interior. Y esta, pura austeridad en torno a un símbolo universal de curación, resulta particularmente elocuente. Tobin Sprout viene dispuesto a sanarnos. Y no precisa de un botiquín repleto: solo su voz quebradiza, una instrumentación escueta y canciones a menudo breves, pero siempre, siempre emocionantísimas.

 

A Sprout le conocemos, para situarnos, como el socio de Robert Pollard en los prósperos y esenciales Guided By Voices. Allí ya era el introspectivo del dúo, el encargado de bajar el tempo y la mirada. Pero Empty horses supone, a sus buenos 65 años, un evidente cambio de paso en su trayectoria. Aquí apenas hay margen para las guitarras con distorsión, porque el rock indie al que estábamos acostumbrados deja paso a un tono mucho más reflexivo, sombrío y confidencial. Hay muchas canciones aquí sobre el devenir de Estados Unidos, como si el álbum rozara la condición involuntaria del disco conceptual. Pero la realidad es más sencilla: Tobin nos habla sobre él y nosotros, sobre la necesidad urgente de restañarnos las heridas. Y ese impulso viene de mucho antes de que aconteciera “todo esto” que nos tenía preparado el maldito 2020. Es, en definitiva, un anhelo eterno.

 

Basta escuchar la sencilla, conmovedora y lindísima Every sweet soul para comprender el empeño de Sprout. El de Ohio invoca el espíritu del Johnny Cash crepuscular en el breve y elocuente tema titular, Empty horses, uno de los cuatro cortes del álbum que ni siquiera alcanza los dos minutos de duración. Y los ecos del Neil Young más frágil y sustancial, el de Harvest, asoman por Antietam o la fabulosa Breaking down. Pero no hay que mirar siempre al continente americano: esa capacidad para estremecernos con un hilo de voz nos recuerda aún más a uno de nuestros mayores más adorables, el británico Bill Fay, ya desde las dos miniaturas (Wings preludeThe return) que inauguran la entrega.

 

Casi al final, en la intensa y extensa All in my sleep, reaparecen las guitarras con zumbido a las que estábamos más acostumbrados; el alma de Young con sus Crazy Horse, por proseguir con la analogía. Pero la electricidad no es el elemento consustancial a Empty horses. Es la complicidad. La compañía se prolonga durante apenas media hora, pero incurriremos, sin duda, en la reincidencia. Porque quizá nos sintamos tan frágiles como Sprout, pero este puñado de páginas contribuyen, y mucho, al consuelo.

 

 

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