Puede que no sea el trabajo más representativo de su autor, pero la mañana del 3 de octubre de 2017, aún con el corazón encogido y la carita de pena, este viejo vinilo fue el primero que tornó a girar sobre el tocadiscos del salón. Viejo pero cuidado con esmero, sin apenas crepitaciones: solo las propias de una banda que se comportaba como una maravillosa apisonadora, como una máquina de rocanrol implacable; una banda, desde aquella noche en que nos zarandearon los teletipos, ya patrimonio de la historia y por desgracia irrepetible. Southern accents tal vez no merezca ser considerado estrictamente el mejor disco de Petty, habiendo ejemplos más pantanosos (Damn the torpedoes) o contando con el espectacular salto de popularidad que proporcionó el magnífico Full moon fever. Pero cada reescucha –la de aquella mañana otoñal y sorpresivamente triste y todas las que se han sucedido desde entonces– ha servido para refrendar mi favoritismo. Siquiera por su valor sentimental, que en estos casos influye mucho: fue el primero que conocí, gracias a su insistente presencia en el Ciclos de Vicente Cagiao; fue el primero que acabé atesorando en casa, como consecuencia directa del punto anterior; y sigue siendo el que cuenta con la bajada de telón más memorable, esa maravilla titulada The best of everything que desde finales del 17 ya no puede escucharse sin un retortijón de dolor en el estómago. De acuerdo, el toquecito funk de It ain’t nothing to me puede que sobrara, pero no olvidemos que ese resbalón viene escoltado en la cara A por Rebels y Don’t come around here no more: canelita fina. Desde aquel año 85, que se otea ya lejano y difuso en los enrevesados pliegues de la memoria, Petty fue y será un fijo en la banda sonora de la vida, y hasta una de las principales excusas para que en junio de 2012 nos liáramos la manta a la cabeza y nos acercásemos a escuchar su fantástica colección de himnos hasta la isla de Wight. Eso que nos queda como legado. Eso, y una discografía fabulosa que nos acompañará hasta los estertores.