Ha llegado el momento de prescindir para siempre de la coletilla “banda australiana de rock psicodélico” cuando nos refiramos a Tame Impala. En realidad, de la descripción clásica solo sigue manteniéndose en vigor la referencia geográfica, porque del rock hemos evolucionado al pop descarado, las guitarras se declararon en huelga de mástiles caídos, no queda rastro de aquella filiación lisérgica que alentaba los primeros grandes clásicos de la firma (amor eterno por Elephant o la iniciática y fabulosa Half full glass of wine) y ni siquiera podemos apelar a la condición de obra colectiva en estas 12 canciones compuestas, interpretadas, producidas y hasta mezcladas, desde la primera hasta la última nota, por ese geniecillo elusivo de las antípodas que responde al nombre de Kevin Parker. Porque en el estudio no hay esta vez ni rastro de sus paisanos y tradicionales aliados de Pond.

 

Es imposible negarle el mérito a este muchacho de apariencia frágil, cerebro prodigioso y vasto universo interior, tanto como para que, a sus treinta y pocos años, haya querido dedicarle su cuarto disco al inapelable transcurso del tiempo. Nos da apuro hablar de álbum conceptual, porque Parker juega ya descaradamente (y nada de malo hay en ello) en la división del pop de amplio espectro y consumo masivo, como demuestra las vertiginosas cifras de escuchas alcanzadas por esta entrega en sus apenas 72 primeras horas de vida digital. Pero la traumática experiencia del incendio sufrido en 2018 constituye el contrapunto trágico a partir del que se edifica este trabajo sedoso y hedonista, en el que el vapor de los teclados y la voz tenue se convierten en definitivo santo y seña (una especie de dream pop para las masas”, que dirían Depeche Mode).

 

Casi cinco años después de Currents, el LP que marcó el punto de inflexión, Parker se desliga (¿para siempre?) de su identidad artística originaria: en este largo lapso ha frecuentado compañías ilustres, desde Mark Ronson a Kanye West o Lady Gaga, y parece claro que Borderline o Lost in yesterday optan a nuevos grandes clásicos de TI desde una perspectiva mucho más ligera y lúdica. Imposible no sentir simpatía por un muchacho que explora sus posibilidades con el soul en Instant destiny, pese a que la suya nunca fue una garganta prodigiosa; o que ilustra a las nuevas generaciones con One more hour sobre por qué deben rebuscar con urgencia los fabulosos vinilos de Supertramp en las colecciones paternas.

 

Podemos añorar al explorador sonoro de otros tiempos; incluso podemos sospechar que cinco años son demasiado tiempo para un disco que parece algo inflado en minutaje. Pero Kevin, eso sí parece cada vez más incuestionable, figura entre los grandes de nuestros días.

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