A la hora de abordar el séptimo de sus trabajos como The Weather Station, la canadiense Tamara Lindeman asume como punto de partida el precepto más temido y hasta contracultural para estos tiempos que nos corresponden: la absoluta falta de inmediatez. Humanhood es un álbum de belleza sobrecogedora, pero nada instantánea ni evidente, porque juega sus cartas mucho más a las texturas que a las melodías. Y es en ese territorio etéreo y evanescente de las sensaciones donde se vuelve enorme y apenas comparable a cualquier otra obra que nos ofrezca este 2025: su poso se asemeja al de la lluvia fina porque va calando a medida que lo experimentamos una vez tras otra, una práctica esa –la escucha recurrente– que parece impensable para nuestros actuales parámetros de consumo compulsivo, raciones inabarcables y atención efímera.

 

Todos los que se enganchasen a la causa de Lindeman con Ignorance (2021), un álbum mucho más boyante, orondo y seductor, quizá se pongan ahora a resoplar y piensen que Humanhood es una obra mucho más intelectual y sesuda. Es cierto, pero solo en parte. Estas canciones apelan a la psique, pero también a la intuición. Propician que venzamos nuestra tendencia a mantenernos en guardia como oyentes, a la categorización previa o la búsqueda de referentes e influencias. Allanemos el trabajo en ese sentido y refirámonos al ascendente que pueda haber ejercido la Joni Mitchell madura de álbumes como Wild things run fast (1982) y, en general, toda su era para Geffen Records. Pero difuminemos otros apriorismos y aprestémonos a dejarnos envolver por esos desarrollos que huyen del ansia. Como en el caso de Neon signs, canción fabulosa que lo es aún más gracias a ese minuto de introducción ambient por el que brindarían, alborozados, los hermanos Eno.

Es en ese territorio de las paletas sonoras donde Humanhood se vuelve imbatible (al menos hasta el último cuarto de la entrega, cuando Lindeman parece perder algo el foco y exacerbar su ensimismamiento). En la intersección entre pinceladas electrónicas casi impresionistas y el color singular que aportan clarinetes, flautas o saxos. Y en esa muy feliz idea de que la banda base opere en directo desde el estudio, pero en una segunda fase se aportaran grabaciones adicionales como la sección de cuerdas (enamórense de Mirror) o los banjos y violines de Sam Amidon (Ribbon, Body moves), el fabuloso folclorista de Vermont y marido de Beth Orton.
Tamara, mujer de fabulosa voz narcótica y aérea, como inmune a la fuerza de gravedad, nos coloca las piezas en su sitio y deja completado un rompecabezas esclarecedor. Ahora solo nos corresponde a nosotros resignificarlo. Quizá lleve su tiempo, pero conviene subrayar que el esfuerzo merece la pena. Muchísimo.

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