Si el concepto de “disco de transición”, tan etéreo y difuso las más de las veces, se hubiera inventado a la altura de 2025, este Pink elephant constaría en todas las entradas explicativas como un ejemplo paradigmático. Es más, quizá no tarden los buscadores en mostrar entre sus primeros lugares esa estampa de la vela con forma de elefantito rosa cuando alguien teclee esas tres palabras en busca de un ejemplo gráfico. Conste que esos álbumes de cierres y aperturas de etapas no han de ser flojos o decepcionantes per se, pero sí que al menos se les supone un potencial de desconcierto entre los seguidores más fieles y entusiastas. Y la séptima entrega de la tantas veces venerada formación canadiense propiciará la sorpresa y hasta la desorientación de la parroquia, puesto que altera parámetros que hasta ahora parecían incuestionables. Sobre todo, en lo tocante a la grandeza y la pomposidad a veces casi marcial del sonido que ha hecho reconocibles y (mayoritariamente) admirados a nuestros amigos de Montreal.
¿Cómo explicar un cambio de paso así, esta determinación evidente de levantar el pie del acelerador y asumir un cierto aire más contenido, contemplativo y moderado? Quizá no lleguemos a obtener una certeza completa al respecto, pero parece evidente que un catalizador de la metamorfosis han sido las acusaciones por “conducta sexual inapropiada” que hubo de afrontar Win Butler justo a la vez que su anterior trabajo (We, 2022) veía la luz. El cantante salió finalmente airoso y sin cuentas pendientes con la justicia de todo ese meollo judicial, pero la alargada sombra de la sospecha tuvo que dañar, sí o sí, la relación del líder con su esposa, Regine Chassagne. Con el pequeño inconveniente de que Chassagne, como sabemos, es también integrante y pilar básico en las filas de Arcade Fire. Y las cosas del querer –y cuánto más los laberintos del desapego– son difíciles de compatibilizar con las obligaciones laborales de cada cual.
A muchas parejas no les atrae la posibilidad de compartir oficina o empleo, pero la química entre Chassagne y Butler parecía indestructible en aquellos dulces viejos tiempos en que el grupo asentaba sus cimientos y le alteraba el pulso sanguíneo a ni se sabe cuántos centenares de miles de espectadores que idolatraron tanto Funeral (2004) como The suburbs (2009) y, justo en el centro, pero con algo menos de intensidad, Neon Bible (2007). Quien se quedase atrapado en aquella trilogía épica no entenderá fácilmente esa languidez y contención que atraviesa Pink elephant, donde incluso tres de sus diez cortes –más sorpresas– son instrumentales y en ellos las densas capas de sintetizadores se hacen con los mandos hasta aproximarse al ambient.
Con todo, es justo ese punto contrito el que hace bellos episodios como Ride or die. Y el ADN de la épica no es tan difícil de rastrear si reparamos en el aire orquestal de Open your heart or die trying (un título pomposo en sí mismo que no desentonaría en un elepé de Vangelis) o en el melodrama contenido pero creciente de Year of the snake, un temazo. Tampoco en la liviandad tecno de I love her shadow (nada tan explícito en los esfuerzos de reconciliación) o el aire machacón y atormentado de Stuck in my head, a la que probablemente le sobren unos cuantos de sus siete minutos y pico. Después de Nigel Godrich en We, los chicos de Arcade Fire siguen disponiendo de un presupuesto saneado como para disponer de productores de postín, y en este caso Daniel Lanois era una opción atractiva para el componente absorto o esos guiños ocasionales a los U2 más torturados. Pero, como todo disco de transición, ahora queda determinar qué dirección seguir: Pink elephant deja las opciones abiertas mientras sus conductores, indecisos, se pasan los 42 minutos dando vueltas a la rotonda.