Artistas como Momi Maiga no son solo un hallazgo, sino también una sorpresa, un regalo y, en última instancia, una bendición. Protagonista a sus exiguos 27 años de una biografía tan pletórica y rica en peripecias que merecería con urgencia un buen largometraje documental, este senegalés afincado desde hace un quinquenio en Barcelona sigue elevando sus niveles de exigencia y excelencia como cantante, compositor, intérprete de kora y embajador de un legado ancestral que, en su caso, enriquece con sonoridades jazzísticas, mediterráneas y hasta aflamencadas, escoltado y aconsejado por una plana mayor de la escena barcelonesa más terruñera y ecléctica. El día que un álbum como Kairo llegue a oídos de Peter Gabriel, la pequeña discográfica independiente catalana Segell Microscopi –un oasis entre Mataró y Banyoles para oídos ávidos de sonidos enriquecedores– podrá presumir de haber forjado una de las nuevas estrellas internacionales del sello Real World.

 

Maiga es el legatario de una tradición familiar que se remonta al siglo XVI y se fundamenta en torno a ese instrumento mágico, absorbente y eternamente abierto a la sorpresa que es la kora, esa especie de arpa con panza de calabaza y 21 cuerdas sobre el que siempre gravita la leyenda de figurar entre los artefactos musicales más cautivadores y difíciles de dominar que ha pergeñado el ser humano. En cualquier caso, Momi no busca tanto el repiqueteo endiablado que han popularizado Ballaké Sissoko o el recientemente fallecido Toumani Diabaté como la dimensión más lírica y contemplativa, una sensibilidad que en esta segunda entrega alcanza pasajes conmovedores.

 

Este embajador de la mejor tradición musical del occidente africano ya había llamado poderosamente la atención con la vitalidad de Nio, su estreno discográfico de hace un par de temporadas, pero ahora adquiere un tono más pausado, trascendental y profundo para erigir monumentos bellísimos en cuanto a lirismo y versatilidad, diabluras en las que la kora se entrelaza con el violín de Carlos Monfort (Fonyo) o el violonchelo de Marçal Ayats (Ndimma, de una delicadeza propia de las canciones de cuna, como luego corroboran los créditos: está dedicada a su hija recién nacida). El resultado es tan espiritual y elevado como esperanzador, un monumento a la delicadeza que parece inaugurar un género nuevo, una especie de versión camerística para la world music.

 

No perdamos tampoco de vista el concurso del percusionista Aleix Tobias, popular en el resto de la península por su pertenencia a la banda de Eliseo Parra y responsable de todo ese colorido térreo con el que su cacharrería adorna, arropa y eleva las composiciones del senegalés catalán. “Kairo” significa “Paz” en lengua mandinga, y el término sirve como anhelo pero también como una llamada a la serenidad y el sosiego, a una armonía inusitada y absolutamente universal. Aquí Maiga no demuestra solo ser un gran músico, sino también un sabio precoz.

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