La historia de Blanco White es sorprendente, atípica y, ante todo, encantadora. La primera advertencia atañe al nombre, claro: el que sirve para firmar sus trabajos es una rúbrica artística que pone en valor la conexión entre las culturas anglófona e hispana, remite al color de la pureza (porque, sirva este dato como chivatazo, nos hallamos ante un cantautor de voz y contenidos prístinos) e incluso nos recuerda a aquel ilustrado del siglo XVIII, José María Blanco White, del que difícilmente se guarden ya muchas referencias en los vigentes planes de estudios.
Nos hallamos, pues, ante un personaje diferente, refractario a los caminos demasiado transitados, protagonista de un periplo vital que, sin haber llegado a la treintena, se aleja ya mucho de la norma. Porque Josh Edwards es londinense, aunque criado en las Montañas Negras galesas, y su paladar mutó para siempre cuando, a partir de los diez años, visitó con su familia México, Perú y Costa Rica, un impacto cultural que no ha querido sino ahondar a lo largo de la vida adulta. Y cuya huella, a veces manifiesta y otras insinuada, es perceptible en la práctica totalidad de estas 11 piezas. No solo por la característica sonoridad del charango, que nos conecta de inmediato con Bolivia y la cultura andina, sino por el aire de frescura transoceánica que palpita en un repertorio que, de otro modo, se escoraría más hacia otros firmantes anglófonos: David Gray (I belong to you) o Ben Howard, pongamos por caso.
Difícil no sentir simpatía por Josh, que incluso ha vivido en Cádiz y aprovechado para recibir allí clases de guitarra flamenca por cortesía de Nono García. Su canción es híbrida, serena: cómplice con la naturaleza que nos alberga, nostálgica en las dosis justas, hipersensible como solo podemos esperar de un joven con la mirada tan limpia y receptiva. Capaz de atreverse con el castellano en la preciosa Mano a mano, romántico con la contención justa para no incurrir en el empalago. Tan ecléctico como para echarle el ojo, aun desde la distancia estilística, al blues del desierto (Tinariwen, Tamikrest…) para Desert days. O de acertar como baladista en Papillon. Un hallazgo, después de algún EP que se nos había pasado por alto. Y el triunfo, evidente y sin rubor, de la sensibilidad masculina.
Eso es. Diferente y conmovedor. Tuve la suerte de asistir a su concierto en el Café Berlín y puedo afirmar que la sencillez (que no simpleza) que muestra en sus canciones, se reflejaba en su actitud frente al público. No hay “personaje impostado”.