Después del irritante ejercicio de autodestrucción que representó 22, a million (2016), una desquiciada oda al autotune que solo pudieron aplaudir los renovados seguidores de El traje nuevo del emperador (y en la modernidad mal entendida nunca faltan candidatos), Justin Vernon regresa al sendero de la cordura. Lo hace desde la sensatez, pero también desde una ambición sonora valiente y saludable, aunque a los postulados del “cuanto más, mejor” tampoco les faltarán detractores. El hombre detrás de Bon Iver, uno de los proyectos musicales que suscita debates más apasionados en lo que llevamos de siglo, conserva su querencia por determinadas decisiones estrafalarias. Por lo pronto, ¿qué demonios significa el título de este álbum, si es que somos capaces de acertar a transcribirlo? ¿Por qué se adelantó en tres semanas la difusión digital de un disco que aspira, precisamente, a un sonido celestial y ampuloso, y que además presenta una de las ediciones físicas más hermosas que se recuerdan de unos cuantos años a esta parte? Pues bien, pese a todas estas singularidades (ya sean caprichos, llamadas de atención o destellos de genialidad), este cuarto álbum está llamado a reconquistar a todos cuantos en 2008 saludaron –saludamos-  aquel For Emma, forever ago como uno de los magnos acontecimientos de la década. No deja de ser paradójico (la paradoja es consustancial a Vernon) que aquel barbudo retraído que se lamía las heridas de una ruptura en la soledad de una cabaña remota sea e mismo que hoy emplea a cerca de 75 personas para este nuevo trabajo. Y no deja de ser divertido que Bon Iver recuerde con cada vez mayor empeño a Bruce Hornsby (U Man like), un artista al que algunos (pos)modernos quisieron parodiar como autor amodorrado y nada glamuroso. Al final, el emperador estaba en pelota picada y las cosas caen por su propio peso. Y surgen evidencias como que Hey, ma figura entre lo mejor de Vernon en toda su historia. O que los metales y arreglos de Marion y RABi, el corte final, acaban dejando sin respiración. Es entonces cuando olvidamos extravagancias y habladurías, entornamos los ojos y subimos sin recato el estéreo del salón.

 

 

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