Al bueno de Will Oldham le conocemos por sus cargas de profundidad existenciales en forma de canción, pero a la hora de referirse a The purple bird ha repetido una frase que quizá no haya tenido ocasión de pronunciar con antelación en sus recién cumplidos 55 años de existencia sobre el planeta Tierra: “Cuando escucho este disco, no puedo sino reír y maravillarme de que la vida me haya permitido participar en una cosa así”. La escucha de este álbum canónico hasta en sus variables numéricas –12 canciones, algo menos de tres cuartos de hora– corrobora la sensación de que el crudo poeta de Kentucky habla de corazón, y no por mero formulismo promocional. Porque este “pájaro púrpura” sobrevuela un cancionero venturoso, lleno de bondad y hasta esperanzado, por más que la vida misma siga siendo una circunstancia compleja y propicia para grandes quebraderos de cabeza. Hagamos un paréntesis y abracémonos mientras canturrean los violines y repiquetean las mandolinas, parece susurrarnos al oído nuestro querido y barbado trovador.

 

Frente a la delicadeza acústica de su inmediato predecesor, el también hermoso Keeping secrets will destroy you (2023), Bonnie “Prince” Billy ha querido darse el gustazo de erigir ese gran “disco de Nashville” que aún faltaba –al menos con este empaque– en su extenso currículo. En realidad, es un anhelo que se remonta un cuarto de siglo atrás, cuando Johnny Cash decidió grabar I see a darkness para el álbum American III: Solitary man (2000) y emplazó al propio autor a que se encargara de las segundas voces. Aquel fue el día en que Oldham conoció a David “Ferg” Ferguson, entonces ingeniero de Cash y hoy productor y jefe de operaciones en el festín campestre que nos ocupa. Un álbum sensible, cálido y sincero en el que casi todo transcurre desde esa parsimonia que bien merecen las cosas de verdad importantes.

 

Hay algún contraejemplo de corte más animado, como el vals acelerado que se esconde en Guns are for cowards o la casi cómica Tonight with the dogs I’m sleeping, pero a Billy se le nota a sus anchas cuando adopta el porte sereno. Y eso sucede ya desde el balanceo perezoso de Turned to dust (Rollin’ on), un precioso tema de apertura con trasfondo medio filosófico, o en la apelación a la mística celta que se cuela con Sometimes it’s hard to breath. O el aplomo grave que conduce London May, una delicatessen a cámara lenta que solo un tipo como Oldham escogería entre los singles del álbum.

 

Pero no se pierdan (bajo ningún concepto) otras joyas diseminadas por el menú: el punto casi soul de la fantástica New water, la belleza honda y sentida de Boise, Idaho (con un orgullo de pertenencia que no tiene nada de patriotismo marrullero) o el eco impactante de las gaitas irlandesas para Downstream, por donde también asoma la voz profunda y temperada de la leyenda vaquera John Anderson. Son muchos muy buenos álbumes los que atesora ya Bonnie/Will, y por eso tiene aún más mérito que una nueva entrega de un artista tan consolidado pueda llamar tanto la atención.

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