Amar a Depeche Mode viene siendo un ejercicio gozoso e irrenunciable desde ya cuatro décadas a esta parte, así que esta aventura, digamos, extramarital de Dave Gahan construye de entrada un motivo de alborozo. Puesto que el amor, con el tiempo, se vuelve menos ciego y más ponderado, todos hemos aprendido a ser conscientes de que la intensidad del genio desplegado por la coalición entre Gahan y Martin Gore ha ido debilitándose en los últimos lustros, hasta volverse muy intermitente en los casos de Delta machine (2013) y Spirit (2017), hasta ahora sus últimas plasmaciones. Por eso produce aún más íntimo disfrute este entretenimiento paralelo, que si ya venía siéndolo de por sí se agudiza por su condición de álbum de versiones. Aunque, cuidado, su tono reposado lo convierte por momentos de analgésico en narcótico.
No, no le echemos la culpa a la pandemia. Descubrimos ahora que estas sesiones para alumbrar la tercera aventura conjunta de Dave con sus amigos Salvadores de Almas se remontan a 2019, por lo que el sosiego reinante no constituye esta vez ningún ejercicio de escapismo. Será más bien que el anhelo de paz interior es consustancial a la edad madura para Gahan, que solo asiste al chisporroteo de la electricidad cuando toca rendir tributo a Cat Power con Metal heart o adentrarse en la crudeza del blues en I held my baby last night, un original de Elmore James. Pero incluso en esos momentos su pose es la del crooner reflexivo e impertérrito, un maestro de la intriga que prefiere la silueta de sombra, como en la portada, a cualquier contacto directo entre sus pupilas y las nuestras.
Y ahí, en ese delicado y finísimo hilo entre la elegancia, el primor y la monotonía, se debate nuestro particular funambulista de Essex, mucho menos ardoroso que cuando en 2015 aprovechó su amistad especial con los electrónicos Soulsavers para esculpir el muy estimulante Angels & ghosts. Aquí hay un amor por la cadencia y la parsimonia, por el soul al ralentí y los coros de un trío femenino. Nada mejor que sumergirse en Where my love lies asleep, un viejo título de Gene Clark, para disfrutar de esa magia en su versión más cálida.
La sensación de familiaridad cotidiana, de satisfacción en una convivencia entre viejos amigos que apenas necesitan ya el intercambio de palabras, se prolonga en otros momentos estelares, sobre todo con la eternamente hermosa The dark end of the street y al pellizcarnos con la amargura de P.J. Harvey para The desperate kingdom of love. Pero en Shangri-La, los estudios de Rick Rubin en Malibú, también hubo margen para el ejercicio demasiado liviano de pleitesía. Gahan no parece sosegado, sino anestesiado, con el reto dylanita de Not dark yet. Y, aún más extraño, se acerca con gesto algo impertérrito a Lilac wine, una canción estremecedora que ya casi asociamos más con Jeff Buckley que con James Shelton. Por no incidir demasiado en la escala en Smile, la maravillosa melodía de Charles Chaplin que aquí se canturrea con tono impávido. Imposter es una invitación al disfrute que acierta en el relajo pero en ocasiones se aproxima demasiado al pasatiempo.