El de David Gray es un caso misterioso. Tan inesperada y merecida fue su colosal eclosión en tiempos de White Ladder (1998), un álbum majestuoso que acaparó elogios y tertulias después de que nadie hubiese prestado la menor atención a sus tres antecesores, como inapelable e injustificado el declive de popularidad en los dos o tres últimos lustros, por más que el británico no haya dejado de publicar con regularidad encomiable un puñado de trabajos recomendabilísimos. Y Dear life no parece que vaya a suponer una excepción en ninguna de las coordenadas: ni la de la invisibilidad ni la de refrendar un nivel que vuelve a rondar el notable, aunque con algún que otro vaivén.
No puede empezar mejor, de hecho, el decimotercer trabajo del autor de Babylon, que borda con After the harvestla gran especialidad de la casa, esa canción de autor con tenue barniz electrónico, y renueva el mobiliario con la excelente Plus & minus, un dúo con Talia Rae que se adentra en el neo soul. La aventura se vuelve más absorta y mediabunda en la necesariamente envolvente Eyes made rain, y adquiere con la extensa Leave taking un aire tan etéreo y trascendental (esas flautas preciosas, ese crescendo prolongado por los metales) como si sir Elton John hubiese participado en las sesiones de escritura.
Las objeciones se derivan de la extensión (15 canciones, casi 70 minutos) de un trabajo que a ratos se vuelve algo absorto y derivativo, el fruto de lo que Gray considera un arrebato de creatividad pero que, visto con cierta distancia, no siempre parece dictado por unas musas en estado de gracia. Singing for the pharaoh, por ejemplo, parece una estela descafeinada de su clásico Babylon, mientras que Acceptance (It’s alright) se vuelve algo hierática y no parece en condiciones de dejar huella en la memoria de nadie.
No habría venido mal aligerar un poco el menú, de manera que brillasen con mayor intensidad preciosidades como la hipnótica That day must surely come, con un arpegiado acústico en bucle absorbente que sigue la estela de Nick Drake y la gran escuela del folk británico de los setenta. O las encantadoras pinceladas de vientos para Future bride, preámbulo de una metáfora sobre las vulnerabilidades del amor, The first stone, que por momentos parece grabada en la cabaña aquella de Bon Iver.
Puede que Dear life sea un disco más de destellos que de brillo uniforme, pero es imposible perder la fe en un hombre a la par tan sentimental y temperamental. Y que además desliza un sutil abrazo a la vieja guardia de los degustadores de las ediciones físicas: en el cedé se cuelan dos cortes, The messenger y More than anything, de los que no hay rastro en plataformas, un guiño cómplice ante el que solo podemos proponer al de las afueras de Mánchester un sincero abrazo.
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