A la altura de su cuarto disco, no podemos atribuirles ya a Egon Soda la condición de proyecto paralelo o de “superbanda” para veranos ociosos. Al contrario, este “El rojo y el negro” tiene mucho de rearme, lo que de paso encaja bien en el espíritu literario y semántico de una entrega escorada hacia el rojo intenso incluso desde sus mismos títulos (“Espíritu de la transición”, “Lucha de clases”, la fabulosa “Mi famoso gancho de izquierdas”…) y algunas de esas frases lapidarias que en la música popular española solo pueden ocurrírsele a Ferran Pontón, ese cultureta y maravilloso. “Dadnos precipicios” (2015) era un buen álbum con un problema esencial, y no precisamente pequeño: en ningún caso superaba en ambición, calidad, empeño, ocurrencia ni expectativas al doble “El hambre, el enfado y la respuesta”, que dos años antes había supuesto un estallido creativo y una conmoción. Ahora el hirsuto sexteto barcelonés aprieta los puños y reparte cera sin perder el sentimiento irónico y lúdico de la vida, sobre todo en lo relativo a esos ritmos cálidos y negroides, cercanos al funk, que ya agitan todos los cerebros acomodaticios con ese trallazo titulado “Glasnost”. “Matanza” es tan deudora de Santana que no se sabe muy bien si interpretarla como homenaje o parodia, pero la principal objeción nos la proporciona “Corre, hijo de puta, corre”, un tema que, por medianía musical y por la pesadez que supone escuchar el título coreado dos docenas de veces, nos podríamos haber ahorrado. Queda la opción de saltárselo y disfrutar, mucho, de los demás: ingeniosos, seductores, a ratos trepidantes, con un Ricky Falkner cada vez más lobezno y espléndido frente al micrófono o con ese teclista impregnado en el mejor espíritu de los setenta que es Charlie Bautista. Un tropiezo, una duda y ocho delicias: un balance que suscribiría cualquiera.