En ocasiones cuesta un poco creerlo, pero todavía quedan músicos aficionados a enchufar sus guitarras y mostrarnos el perfil afilado de sus colmillos. Aquejados como estamos de la virtual desaparición de los solos de nuestras queridas y relegadas armas de seis cuerdas, artistas como Gary Clark Jr. se erigen en bendita excepción. Clark se concede espacio y tiempo en este álbum ambicioso, fiero, monumental, corajudo y nada exento de rabia. Atendiendo a los parámetros clásicos, y por mucho que sus contenidos quepan ahora en un solo cedé, sus 17 cortes y casi hora y cuarto de discurso nos ubican ante un doble álbum con todas las de la ley, una dimensión ya de por sí atípica en estos tiempos fulgurantes y atropellados. Pero sucede que este mundo y sus tesituras no parecen gustarle un carajo a nuestro bluesmantejano, un tipo de 35 años sobradísimo de talento y de motivos para mirar alrededor y que se le tuerza el gesto. El hastío frente a la América ultra y pacata de Trump ejerce de mecha creativa para This land en términos globales, y muy en particular para el furibundo tema que lo abre y titula, pero todo el trabajo es, en realidad, una exhibición de energía y amor propio. Gary rivaliza en fuego y méritos con el gran(dísimo) Ben Harper, lo que equivale a superar ya en unos cuantos cuerpos al ya notablemente desubicado Lenny Kravitz. Basta con escuchar Feelin’ like a million, reggae con deje barriobajero; el riffsucísimo de Gotta get into something, que nos coloca casi en una dimensión garageray, en particular, la sensacional Feed the babies, con Marvin Gaye en el retrovisor. Pero todo remite a sonidos clásicos y con solera, a Santana y los Allman Brothers, a las esencias de un país mucho mejor que sus patéticos gobernantes.