En octubre de 2011 y marzo de 2012, cuando le vimos por Madrid en dos ocasiones consecutivas, James Morrison parecía tenerlo todo para erigirse en ídolo popular. Cantaba bien, escribía canciones pegadizas, asumía la herencia del soul clásico con la visión de un veinteañero sin prejuicios, resultaba empático y, por si fuera poco, le había sido concedido el regalo de la fotogenia. Luego llegaría la desorientación, descalabro en el caso de “Higher than here” (2015), álbum tan deshuesado y preconcebido para los grandes recintos que no llegó a convencer a nadie, ni fieles ni recién llegados. Cuatro años después, este quinto álbum suena, incluso desde el título, a redención, enmienda y arrebato de orgullo. El de Rugby fue expulsado de Universal y a sus 34 primaveras se le ha afilado el rostro y no pretende acaparar suspiros, pero ha entregado una docena de canciones tan sólidas, canónicas e impolutas como en los días de gloria. Y ello, a sabiendas de que quizá no vuelvan las alfombras rojas. La presentación es “My love goes on”, inmaculado dúo con Joss Stone que recuerda a anteriores alianzas femeninas con Nelly Furtado o Jessy J. Pero los golpes en la mesa más definitivos los propinan “So beautiful” y, sobre todo, “Feels like the first time”, ejemplos de soul pluscuamperfecto para ojos azules, intentos de erigirse en un Stevie Wonder rubiales. Morrison no estaba llamado a lo más alto del escalafón, porque en esa carrera se le adelantaron Ed Sheeran, James Blunt y hasta Sam Smith. Pero tiene oficio, pundonor y un vibrato hermoso en la garganta. Y cuando esperábamos que solo cumpliera el expediente, recaba la suficiente sinceridad (esa segunda mitad del álbum, más sosegada) como para que acabemos pulsando la tecla ‘Repeat’.