Jeff Buckley o el llanto. Todo lo que rodea a Grace acaba teniendo que ver con el lloro. Era difícil mantener a raya la actividad de nuestros lacrimales durante la escucha de estas diez grabaciones magistrales, uno de los momentos más emocionantes, intensos y devastadores que nos deparó toda la década de los noventa. Y, en aquellos tiempos en que el telegrama en forma de tuit o las alertas de móvil eran fenómenos inimaginables de la comunicación, el dolor que recordamos de la mañana en que, ojeando las páginas del periódico, supimos de la muerte de Jeff aún se nos clava como una astilla en la memoria. No le dedicó gran despliegue tipográfico El País en sus páginas culturales, apenas un faldón para dar cuenta de la desaparición del cuerpo de Buckley en las aguas del río Wolf. Un accidente desdichado, impensable, absurdo; el sinsabor de proceder a una lectura estupefacta, horrorizada. Las lágrimas emborronando la tinta: no es fácil llorar por alguien a quien no hemos llegado a conocer en persona, pero Jeffrey Scott Buckley desencadenó nuestra llantina como reacción frente a esa incomprensible dentellada del destino. Grace nos había dejado noqueados. Era abrumador. En unos tiempos de frentismo entre grunge y brit-pop, Buckley ejercía de cantautor emocional, pero muy eléctrico. Cantaba como si implorase, claro; como si cerrara los ojos solo por disimular que él también los tenía enrojecidos. Era brillante, deslumbrante y, de paso, hermoso. Parecía inmerso, qué amarga ironía, en un éxtasis perenne. Él, que tenía escrito ya el mal fario en su hoja de ruta. Admiraba a un cantante tradicional pakistaní, Nusrat Fateh Ali Khan, que conocíamos a duras penas a través de Real World, el sello de Peter Gabriel. Parecía capaz de conjugar en su garganta y en las partituras a Van Morrison y Led Zeppelin. Grace, Lover you should’ve come over o Last goodbye (“Voy a hacerte llorar / Este es mi último adiós”: más hemorragias) forman parte sencillamente del legado de la humanidad. Incluso era hábil Buckley a la hora de asumir repertorio ajeno, y así sus lecturas de Lilac time (Nina Simone) y Hallelujah (Leonard Cohen) se convertían en nuevos cánones frente a los propios originales. Nos dejó a los 30, igual que nos habíamos quedado sin su padre también de forma cruel. A Tim Buckley, que perdimos a los 28 por sobredosis de heroína, al menos le dio tiempo a dejar registrados nueve discos. Lo de Jeff, que no tuvo hijos, fue aún más terrible. Pero Grace seguirá sonando, tan bello y pomposo, hasta el fin de los tiempos.
Quedarse con un solo disco (o libro, o cuadro…) favorito es autolimitarse, pero hace unos años, estudiando inglés, nos pidieron a los alumnos que presentásemos a los demás una obra de arte. Yo elegí este disco. Qué pena tan grande esa muerte, extraña, más trágica aún porque otros artistas a esa edad mueren por sus malas costumbres y el murió… por nadar.