Ángel y Nico son un par de auténticos bandarras, y eso, como con cualquier otra expresión de iconoclastia, siempre cotiza al alza en el mundo de la creación. Estos dos locuelos sevillanos que dan forma a Juventude rubrican –de lejos– uno de los grandes estrenos nacionales del año con un álbum delirante, delicioso e inaprensible, un batiburrillo glorioso de pop sesentero, psicodelia de mercadillo callejero, rumba empapada en pura guasa y evocaciones de un paisaje en el que predominan los feriantes, el tiovivo y el tenderete con las muñecas Chochona. Pónganse las chanclas y un pantalón holgado y prepárense para una experiencia barrial, gloriosa; tan ajena al pavoroso universo posmoderno de la gentrificación que solo nos falta una doble pletina atronando sobre el puente de Triana para sentirnos ambientados de manera pertinente.
Juventude es un ejercicio de libertad y desparpajo, un disparate prodigioso en el que los consabidos peces en el río pueden inspirar La motillo al alimón con Los Morancos y donde las llamadas al fervor amoroso, lejos de la rima párvula, se sustancian a puñetazo lírico limpio («Quiero montarme en tu velero, ir contigo al puto infierno», en Cassius Clay). Dice la pegatina de portada que nos enfrentamos a un ejercicio de «Pop surrealista pa’ los amos de la pista», un ejercicio de autodefinición socarrona muy del gusto de su principal referente patrio, el de Los Estanques. Y no podía ser de otro modo, puesto que la producción recae clamorosamente en manos de su líder, Íñigo Bregel, un cántabro que paga el alquiler en Madrid y está pidiendo a gritos la doble nacionalidad andaluza, en vista de lo que aquí articula y de sus experiencias previas junto a la malagueña Anni B Sweet (Burbuja cómoda y elefante inesperado, 2022) y el gaditano Canijo de Jerez, con el que acaba de urdir Lágrimas de plomo fundido. A Juventude solo le habría faltado, de hecho, un título más extravagante que la mera concesión al debut homónimo. A modo de sugerencia: «Ya lloro suficiente llorando yo», aplastante lema para el desamor (El día de la aventura), habría estado bien.
Dentro de ese espíritu ácrata y desmelenado, a Nico y Ángel se las traen al fresco sus respectivos apellidos y emborronan sus rostros en portada con unos manchurrones coloristas que terminan inspirando, como un glorioso colocón de policromía, hasta el aspecto del vinilo: blanco entreverado con mucho colorinchi. Todo encaja en este imaginario zumbao, en esta mezcolanza de locuacidad sureña con ocurrencias en italiano macarrónico, inglés de terracita para guiris y hasta chino.
Porque Juventude ejercen de reencarnación posmoderna de Los Brincos, solo que flambeados con rebujito; de la misma manera que Bregel apuntala su candidatura a García Pelayo del siglo XXI. Cuando algún agorero les venga con la cantinela de que el pop se está quedando sin ideas, pínchenle cualquier tema, al azar, de los 13 que integran Juventude. Porque Ángel y Nico puede que vayan a su bola, pero en eso sí que han querido ser sistemáticos: no hay ni uno malo.