El sábado 16 de febrero de 2019, mientras abrían su local de ensayo para preparar la presentación de su tercer disco, unos cacos entraron en la furgoneta de Los Estanques y les sustrajeron instrumentos y todo cuanto encontraron por medio; entre otras cosas, un ordenador portátil con la única copia de seguridad disponible de la que iba a ser ya su cuarta entrega. Un año largo después, los santanderinos han logrado rehacerse más o menos de la escabechina y recomponer algo muy parecido a lo que habitaba en aquel disco duro esfumado para siempre. No podemos establecer comparaciones, evidentemente, pero sí refrendarnos en nuestro pasmo. Los Estanques, su trabajo homónimo de 2019, era asombroso; IV, el escueto título para esta accidentada prolongación en 2020, lo es seguramente más.
Los accidentes parecen una realidad consustancial a estos chavales, que sin haber cumplido aún la treintena no ganan para sobresaltos. Entre sus peripecias recientes constan otros hurtos y un aparatoso accidente de circulación, además de que les haya sobrevenido, como a todo hijo de vecino, la pandemia. Quizá de ahí ese aire entre delirante y desharrapado con que Íñigo Bregel y Germán Herrero, principales artífices de la banda cántabra, han querido retratarse en la portada. Los Estanques –terceto en el estudio, quinteto sobre los escenarios– son millenials, pero reniegan de la “puta era digital”, la causante última de que depositemos toda nuestra fe (y trabajo) en un disco duro que puede volatilizarse en cualquier momento. Y, en coherencia con semejante desapego generacional, actúan como si pertenecieran a la vanguardia del pop español… de los años setenta. Adscritos a una psicodelia absorbente, fascinante, guitarrera. Abierta a trompetas (Flor de limón) o melotrones (Rey del ajuar), y cada vez más impredecible en desarrollo pero instantánea en resultados.
No, no hay que tenerle miedo a IV, un disco donde nunca se sabe bien por dónde nos van a salir, pero en el que siempre acabamos disfrutando de una gozosa sensación de luminosidad. Bregel compone como aquel José María Guzmán en estado de gracia en los tiempos de El país de la luz (1978); y hasta puede que se sienta más cercano aún a Solera, con los olvidados hermanos Martín de por medio, que a los Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán del mítico Señora azul (1974). Integremos en la coctelera a los Módulos, Los Ángeles, todo el legado de Gonzalo García Pelayo al frente del sello Gong. Y hasta al rock con metales de Chicago, que viene a la mente escuchando el tema inaugural, No hay vuelta atrás. Todo publicado muchos años antes de que estos chavales hubieran nacido.
Y sumemos como guinda de pastel ese absoluto delirio orientalizante que es Soy español, pero tengo un kebab, dos minutos tan disparatados y estrafalarios que ya por sí solos merecerían un monumento. Bendita locura lacustre.