Nadie consigue en estos convulsos años veinte un sonido tan rigurosa, orgullosa y severamente analógico como Dan Auerbach en las producciones que tutela para su propia factoría discográfica, Easy Eye Sound, pero esa evidencia empírica y reiterada con ya una larga docena de ejemplos se exacerba ahora en el caso de Barrie Cadogan. El explosivo guitarrista de Nottingham y el bajista con el que cumple ahora dos décadas (sí: aquel We are Little Barrie se remonta ya a 2005) perpetrando todo tipo de diabluras, Lewis Wharton, vuelven a emparejar sus musculaturas con otro instrumentista enorme, Malcolm Catto, como ya sucediera hace cinco temporadas con el antecesor inmediato, Quatermass seven.
Eel batería de los Heliocentrics aporta –claro está– un pulso más jazzístico a la ecuación, que casa a las mil maravillas con las digresiones densas, opacas y abiertamente psicodélicas de Cadogan (Paul Weller, Primal Scream, The The, Morrissey, Johnny Marr, Texas o The Chemical Brothers en el currículo), siempre con un pie en la frontera del rock duro. Y con la pulsación más juguetona y traviesa de Wharton, que aporta al encuentro la sal y la pimienta del funk y los ramalazos saltarines.
Así es cómo esta “tormenta eléctrica” a tres bandas (título inmejorable por descriptivo y sugerente en sus connotaciones) se convierte en una obra a la vez clásica, atemporal y extemporánea, un viaje a la segunda mitad de los años sesenta que suena a amplificadores gigantescos, a válvulas y la vibración de los bajos golpeándonos en pleno vientre, a las enseñanzas de The Electric Prunes, The Meters o The 13th Floor Elevators procesadas sin el más mínimo atisbo de actualización, orgullosos como están Catto y los Barrie de sonar a otra era cada vez más remota y de hacerse únicos en la reivindicación de aquel sonido crudo, corrosivo y devastador, aunque los propios The Black Keys de Auerbach o los jovencitos Royal Blood también hayan explorado a su manera esos viejos caminos polvorientos. Pero con Little Barrie la sensación de música pretérita aún se vuelve más acentuada, quizá porque la voz de Barrie es débil y narcótica. O porque cada vez estamos menos acostumbrados a las digresiones instrumentales, que en Electric war alcanzan el paroxismo con los siete minutos y medio de Creaky, el corte más extenso del lote.
El violonchelo de Danny Keane (otro puntal de Heliocentrics) agrega un eco aún más espectral a ese Creaky, mientras que el violín de Raven Bush tiñe de melancolía un Spektator en el que la guitarra y la batería se enzarzan en un duelo casi de espadachines. En Little Barrie funcionan a menudo a partir del funk (Zero sun), pero otros títulos, sobre todo My now, parecen nacidos y alimentados a partir de un chispazo de inspiración en plena jam session. No hay lugar para las prisas en esta tormenta prolongada y torrencial, una chisporroteante electrocución sonora de las que dejan un alboroto generalizado y muchas cabelleras de punta.