Los Estanques es un disco tan brillante, tan endemoniadamente bueno, que a nuestra propia admiración la precede un periodo transitorio de pasmo. No hay manera de encontrarle fisuras durante las escuchas ulteriores, que al principio se suceden con ánimo escudriñador y terminan acumulándose como un gozo reiterado, un festín reiterado para un oído que llevaba meses (puede que años) sin encontrarse con un ejemplo tan exuberante, singular, diferenciado y de inspiración pletórico en los territorios del pop español. Todo es atípico y suculento en esta formación cántabra afincada en Madrid, cuatro chavales que visten camisas estampadas, acaso aprehendidas en algún recóndito arcón familiar, y que se comportan como si el tiempo se hubiera detenido antes de entrar en la década de los ochenta. Porque hay algo de enciclopédico en el manejo y dominio de unas referencias que no son las que generacionalmente les corresponderían.

Algunas armonías vocales beben aquí de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán, aunque el gran faro melódico parece más bien el José María Guzmán solista de aquel fabuloso El país de la luz (1978). Las apelaciones psicodélicas prenden en aquellos Brincos más evolucionados del cambio de década y el gusto progresivo sería inimaginable sin el espejo de Módulos o una pizquinina de Los Pasos. ¿Raro? Como mínimo, muy inusual. ¿Inesperado? Sí. ¿Alentador? No solo eso: maravilloso.

Los Estanques son un revolcón para nuestros escenarios, una plaza vacante de la que ni siquiera éramos plenamente conscientes. Son capaces de ponerse borricos y chuletas (¡Joder!), de acariciar la gloria del formato single (Clamando al error), de ponernos los dientes larguísimos con Carne de cañón o Deceso inmortal. Es ya su tercer álbum, en muy breve plazo de tiempo. Difundir su existencia, a la vista de que los dos anteriores pasaron muy de puntillas por los radares, es un objetivo urgente. Por el propio bien de nuestro ecosistema sonoro.