Admite Luis Prado que su tercer disco lejos de las filas de Señor Mostaza, este La estafa de la vida adulta (premio desde ya al título más elocuente del año) representa el final de una suerte de “trilogía ligeramente desencantada”, no sabemos si premeditada o sobrevenida, en compañía de sus dos hermanos mayores, los deliciosos Mis terrores favoritos (2016) y El tsunami emocional (2021). En realidad, estas cosas suceden porque tienen que suceder, y Prado ha entrado en esa segunda mitad del recorrido vital en la que, aun en el caso de que acompañen la salud, la lucidez y las energías, hay que ir lidiando también con averías, decepciones y sinsabores varios, nos descubrimos leyendo la letra pequeña de las kilocalorías en los envases del súper (el suyo, con toda seguridad, el Mercadona, al que vuelve a citar en una letra; esta vez Tú y yo sabemos), cotejamos con temor el dato de los triglicéridos en las analíticas y asociamos la espalda con las distensiones o la artrosis vertebral en lugar de con una modalidad natatoria. La vida tiene estas cosas y Luis es un magnífico cronista de la vida misma.
Y es así, con la distancia que aporta el escepticismo y el ingenio acumulado a lo largo de tantas horas de vuelo –ya sea al mando del aparato o en tareas más contingentes– como el cantante, compositor y multiinstrumentista valenciano se las apaña para ofrecer otro álbum personalísimo, vitaminado e inconfundible, la intersección entre el discurso de un boomer algo incrédulo, desencantado, mordaz y adorablemente gruñón y la sabiduría de un músico integral que ha interiorizado en la cabeza toda la música de los setenta y concibe progresiones de acordes inalcanzables para cualquiera de los primeros miles de artistas con más escuchas en Spotify. Así está el mundo: lo manejan los simples, pero nos lo alegran los sagaces.
Luis sigue sonando a los Supertramp de Rick Davies desde los primeros compases de Moderadamente bien; es decir, desde que el primer minuto del disco, para que no quepan dudas. También se sabe todas las triquiñuelas compositivas de Jeff Lynne, a quien debe de haber escuchado y estudiado hasta en sueños, aunque no llegue a erigir la grandiosa bola de sonido que desarrollaba la Electric Light Orchestra en sus tiempos de gloria. Y asume que hay música aprovechable con menos de 50 años porque se fía de lo que aprendió con Ben Folds y con Jellyfish, que tampoco son fichajes precisamente recientes. Así que La estafa de la vida adulta es precisamente eso, un (auto)rretrato generacional guiado por la ironía y por un manejo encantador de los resortes del pop de traje y chaqueta; ese que comprendió que nunca superaremos a los Beatles atrincherados a partir de 1966 en Abbey Road, pero deberíamos dejarnos guiar por su ejemplo.
No todo es apoplejía, que conste. Más bien al contrario: el hombre que nos enamoró ya al frente de Señor Mostaza conserva la bondad suficiente para imaginar La magia en un momento o que Todo se va arreglando. Es decir, deja resquicios a la ilusión, por mucho que vivamos inmersos en esa “estafa” de la que ya nadie podrá librarnos; solo paliar, en el mejor de los casos, sus periodos más insufriblemente agudos. Prado es alérgico a la tercera persona porque aborrece las batallitas de aquellos que no le incumben, así que nos interpela a través de la primera y de la segunda: a ti y a mí, viene a decirnos, este disco nos incumbe. Rara vez el pop alcanza tales cotas de clarividencia, pero para eso tenemos a Luis Prado: para ejercer de divina excepción a la muy poco alentadora norma.
Luis Prado estrenará ‘La estafa de la vida adulta’ en el Café Berlín de Madrid el sábado 20 de abril