Hay mucha música en la cabeza, y no digamos ya en los dedos, de este caballero. El valenciano Luis Prado es el genio motriz de Señor Mostaza (el más importante de nuestros grupos infravalorados de los tres últimos lustros), y hace un par de años se estrenó en solitario con otra pequeña delicia, “Mis terrores favoritos”, a la que tampoco se le prestó la debida atención. Esto que ahora nos ocupa es un entretenimiento, una obra menor con toda la intención de ser pequeña, pero en absoluto irrelevante. Prado se sienta al piano y despliega sus pasiones melómanas con, al menos, dos consecuencias inmediatas: demuestra que su gusto ecléctico no admite líneas argumentales ni caminos de una sola dirección, y avala que como instrumentista, y no solo en la faceta de autor y cantante, es también extraordinario. El batiburrillo de influencias resulta pintoresco: desde “Everybody’s talking”, de Nilsson, a “Gimme shelter” (The Rolling Stones), por aquello de demostrar cómo hasta las piezas más guitarreras pueden traducirse al lenguaje de las 88 teclas; una versión ¡instrumental! de “Heart of glass “ (Blondie) impregnada del sonido de los años treinta; ese “Money for nothing” de Dire Straits recargadito de “swing” (como “Smells like teen spirit”, de Nirvana, un poco a la manera de lo que ya hizo Paul Anka); el desparpajo de reflotar algún placer culpable de libro (“Whatever you want”, de Status Quo) y hasta una única y muy sorprendente incursión en el rock patrio: Rosendo y su “Loco por incordiar”. Solo una cosa me suele dar más pereza que los discos de piano y voz: los discos de piano solo. Este, en cambio, sirve como clamorosa excepción. Es un capricho, con todas las letras y el desparpajo, Y tan fresco, divertido y desinhibido que solo podemos disfrutarlo.