Los apellidos pesan siempre, pero en algunos casos parece como si cada una de sus letras estuviera esculpida en hormigón. Wainwright, que además es extenso, figura entre esos casos. Martha Wainwright destacaría en cualquier otra circunstancia como una cantautora fiera, descarnada y brillante, pero difícilmente podrá despojarse de su condición de hija y hermana de. Cosas de la genética, con dos luminarias del folk contemporáneo como progenitores –qué feliz sería el mundo con más discos de Kate McGarrigle y Loudon Wainwright III en nuestros reproductores– y la cosanguinidad de ese genio superlativo que responde al nombre de Rufus. Puede que todo ello influya, y no poco, en que Martha haya invertido cinco largos años en cincelar un álbum con ansias de que perdure. Eso, o que nuestra protagonista, inmersa en quebrantos y refrendos amorosos, haya necesitado apaciguar su vida personal para luego poder traducirla, una vez más, en canciones.

 

La hermana pequeña nunca fue amiga de las metáforas rebuscadas, como avalaba aquella diatriba brutal, punzante y dolorosa (pero extraordinaria) contra su propio padre con la que todos la conocimos tres lustros atrás: Bloody mother fucking asshole. Las heridas actuales provienen, a lo que se ve, de un divorcio reciente y el proceso de recuperación emocional y afectiva que ello conlleva: la relación ya parecía tambalearse en los tiempos de Come home to mama, así que Martha sigue dispuesta a erigirse en protagonista de su propia obra. Y la exposición la hace enormemente vulnerable, pero también transparente, auténtica, creíble y emocionante. A veces, mucho. Sobre todo en la desgarradora Getting older, que al pesar por el inexorable paso de la vida agrega unas inflexiones en las notas agudas muy parecidas a las de Kate Bush y un guiño melódico final a Jealous guy, himno por excelencia de Lennon a las inseguridades y los temblores del ánimo.

 

Las dudas, los pesares y la determinación de mirar al frente se erigen en hilo no solo temático, sino de alguna manera también sonoro. Como en Love will be reborn, que empieza desnuda y acaba rearmándose y convirtiéndose en trepidante. El fondo y la forma hacen migas en esta comunión artística, en este autorretrato en pelota picada. Martha no nos pone fácil el tarareo, pero estas canciones cuentan y transmiten tanto que solo queda repetir con ellas, zambullirnos mucho más que una sola vez.

 

Puede que nunca el entorno hubiera estado tan predispuesto a arropar a Martha: la producción de Pierre Marchand (Ron Sexsmith o Stevie Nicks en su hoja de servicios) y el trabajo de los músicos siempre es sutil y prudente, porque prevalece el empeño en dejar amplio espacio de expresión a la protagonista. Que lo es en grado sumo, sin excusas ni espacios en los que guarecerse. A Wainwright la vimos de entrañable personaje secundario –una pianista lacónica y siempre inquietante– en la serie en torno a la novela Olive Kitteridge, pero aquí asume que todos los focos apunten hacia ella. Bravo por los y las valientes.

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