Comencemos con la obviedad: Elvis Presley fue un artista seminal, decisivo, estratosférico, extraordinario. Conviene tenerlo presente, aunque solo sea de cara a la llegada de oídos jóvenes que se aproximen a un legado en el que encontrarán los cimientos de muchas de las cosas acontecidas durante las dos o tres décadas posteriores. Pero el de Tupelo también fue inconstante, errático, intermitente. Protagonizó unos primeros años indispensables, erigido en referente musical y hasta sociológico máximo durante aquella segunda mitad de los cincuenta. Pero los sesenta, tras el célebre paréntesis del servicio militar, se le atragantaron. El mundo pasó a discurrir mucho más deprisa de lo que sus pies eran capaces de moverse, aferrado todavía a una imagen icónica que ya no era tal ante la virulenta irrupción de Beatles, Stones, Kinks, Who, Beach Boys, Dylan y demás pléyade de figuras llamadas a cambiarnos la vida a todos. Hay que seleccionar bien durante esos años en la discografía de Elvis (desordenada, caótica, sujeta a vaivenes virulentos) para separar con precisión el grano y la paja.

 

Tanto el mismo genio como sus mentores discográficos debían de ser conscientes en buena medida de ello cuando decidieron desembarcar en junio de 1970 en el mítico estudio B de la RCA en Nashville. La receta era sencilla. Todo el tiempo que hiciera falta. Una banda de músicos excepcionales, experimentados y, sobre todo, versátiles, capaces de mudar de piel en función de lo que el guion fuera demandando. Y un cabeza de cartel al que se le concedía libertad y espacio para que se sintiese a sus anchas. Sin presiones. Sin ridículos guiones para el siguiente largometraje. Sin una nube de camarógrafos a los que se les hubiera encomendado la misión de testimoniar hasta el último gesto.

 

Se daban las condiciones para que el encuentro derivara en acontecimiento, y Elvis Aaron las aprovechó. Las luces de grabación se mantuvieron en un rojo casi permanente durante cinco jornadas intensísimas, del 4 al 9 de junio, complementadas el 22 de septiembre con una sexta para redondear la parte más country del repertorio, que se había quedado ligeramente cojo. Los frutos de aquel maratón –apelativo obvio, pero muy extendido entre los correligionarios del Rey– se plasmaron a lo largo de tres álbumes magníficos, That’s the way it isElvis country Love letters from Elvis, la gran trilogía tardía de un hombre que enfilaba sin sospecharlo el último tramo de su existencia. Pero esta edición fascinante, From Elvis in Nashville, permite conocer ahora con todo detalle lo acontecido en aquellos días decisivos y frenéticos.

 

Los completistas se lanzarán a la versión en cuádruple CD, que recoge hasta 74 cortes para un total de cuatro horas y media de inmersión por la capital de Tennesseee. Y quienes quieran hilar más fino pueden apuntarse a la formulación en doble vinilo, 22 piezas con lo más selecto para que el giradiscos proceda a crepitar. El gran atractivo es la autenticidad del sonido, recuperado tal y como se gestó, antes de que las sesiones fueran sobreproducidas, amplificadas y dulcificadas para acomodarse al gusto comercial de la época. Resulta ahora casi imposible no preferir estas tomas genuinas, porque su espontaneidad se convierte en cautivadora.

 

Elvis se siente a sus anchas para gustar y gustarse, así que recorre toda la paleta de especialidades de la casa. El regreso al rock primitivo se sustancia con Whole Lotta Shakin’ Goin’ On, Got My Mojo Workin o I Washed My Hands in Muddy Water, mientras que el baladista adorable aflora con una lectura de Bridge over troubled water, el hoy clásico de Simon & Garfunkel, que Presley atrapa recién publicada. La vertiente pop se sustancia en tomas hasta ahora desconocidas de Mary in the morningHow the web was wobenPatch it up, mientras que la vertiente del country se convierte en un festín: I was born about ten thousand years agoFunny how time slips awayTomorrow never comes figuran, sencillamente, entre lo mejor de nuestra estrella imborrable. A pesar de los bandazos. Y las elecciones cortoplacistas. A pesar de todos los pesares.

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