Roy Orbison era un hombre de aspecto frágil y quebradizo, y seguramente aparentaba más de los 52 años que figuraban en su carnet de identidad, pero su repentina muerte constituyó una conmoción. Aquel 6 de diciembre de 1988 había estado jugando con sus hijos y cenado con mamá cuando un fulminante ataque cardiaco nos privó para siempre de su voz eternamente compungida y convirtió este fantástico álbum de regreso en un doloroso episodio póstumo. Siempre hubo un halo de dolor y desdicha en Orbison, uno de esos hombres que parece madurar de modo precoz y por el que la vida pasa demasiado deprisa: triunfó muy pronto, le relegaron enseguida, probó la hiel del olvido tempranero y el corazón se le detuvo justo cuando el destino aparentaba emprender el proceso de reconciliación. Pero Mystery girl también habría sido un éxito enorme, queremos creer, con Roy en vida. Era demasiado bueno como para pasarlo por alto, más allá de la amargura de que su firmante ya no estuviera para disfrutar del reconocimiento.
La culpa de la rehabilitación se la hemos de atribuir en buena medida a Jeff Lynne, hombre de sonido siempre pomposo y excesivo, pero prodigioso y perfecto para realzar una figura de otro modo tendente a la apoplejía. Lynne fue quien introdujo a Orbison en la alineación de los Traveling Wilburys, la superbanda más hiperbólica de la historia (recordemos los nombres que completaban el repóquer: Dylan, George Harrison y Tom Petty). Y el ex de la ELO fue quien supo dimensionar You got it como una canción tan adorable como grandiosa. Han transcurrido desde entonces más años de los que queremos creer, pero todo en ella sigue sirviendo como quintaesencia de perfección.
Lynne también permaneció detrás del cristal del estudio con las encantadoras A love so beautiful y, sobre todo, California blue, que recuperaba al Orbison tierno, evocador y baladista de casi tres décadas antes. El resto del elepé modera el barroquismo del sonido, pero hay otra balada, In the real world, que nos recordaba con esas notas agudas, casi agónicas, por qué In dreams (1963) seguirá poniéndonos siempre los pelos de punta. Aún más evocador de los años mozos era ese adorable (All I can do is) Dream you, para el que T-Bone Burnett ya se encargó de que nos imagináramos una fiesta rockabilly de los años cincuenta.
Todo parecía tan perfecto, en suma, como para que los créditos dispararan su cotización con nombres ilustrísimos: Elvis Costello había escrito a la medida The comedians, también al borde del falsete y el melodrama, mientras que Bono y The Edge ahondaban con She’s a mystery to me su amor por la épica americana, recién testimoniado con Rattle and hum. Demasiadas buenas noticias para un hombre bueno al que siempre pareció sobrevolar un halo de amargura. Orbison habría dejado de ser una vieja estrella legendaria para convertirse en la sorpresa más adorable para el fin de la década. Pero la felicidad, qué caprichosa y mezquina, volvió a rechazar su compañía.
Una tragica perdida musical y que muy pocos le recordaran, un buen disco con grandes temas y bellas melodias mencionadas, por ti.
Gracias por recordarlo a el y a su ultima obra.