Hay numerosos mimbres, influencias y nutrientes que confluyen en la obra de Vicente Navarro, desde luego, pero lo mejor de Las manos es que representa el retrato de un hombre que ha encontrado un lenguaje propio, singular e identificable. Lo barruntamos ya con Casi tierra (2019), un debut en el que ya latían algunos de los rasgos de identidad que ahora quedan fijados y refrendados; en particular, esa voz ultrasensible, tan poética y vulnerable, tan apasionada y henchida de anhelos. Y tan inteligente a la hora de emparentar enseñanzas antiguas e ingredientes rabiosamente contemporáneos.

 

Hay en Navarro un anhelo amoroso que tiene algo de trágico y de inaprensible, un poco a la manera lorquiana. Este madrileño de raíces manchegas ama con ansia indisimulada y de trascendencia, aunque no sean pocas las veces que duda y menos aún las que ha de asumir que sus esfuerzos resulten estériles. “Pese a todo lo que escribo te he tocado poco”, se lamenta en La mañana, un muy bello ejemplo de ese amor incompleto, a medio consolidar. Aunque al menos queda el consuelo de que el colofón del álbum, con Los mayos, representa una preciosa invocación a un futuro alentador: “Tienes el sol en los párpados y en las plantas de los pies / Mi amor es joven, no hay pesar que valga / ¡sal a la ventana y déjate ver!”.

 

Además del diagnóstico esperanzado, el ejemplo de Los mayos nos sirve para afianzar el retrato de este hombre enamoradizo que siente la canción de autor desde las formas tradicionales, ya sean coplas o fandangos, con independencia de que luego envuelva sus páginas con el ropaje sagaz de la electrónica y las programaciones de Damian Schwartz. Podríamos hablar de folktrónica, sin duda, aunque las definiciones son escurridizas con este muchacho de cierto halo místico y reservado, sabedor sin duda de que el misterio le favorece. Por eso a veces suena enraizado y otras, etéreo; en ocasiones le tomamos por renovador pero encaja bien en el papel de tradicionalista; y no nos extrañaría encontrarle con discos de folclor latinoamericano entre la manos, pero con frecuencia su música aviva un espíritu medio magrebí.

 

Lo mejor, sin duda, es la expresividad acongojada de su poesía, ese empaque de la pasión sin sobrecarga de testosterona. Su voz de tesitura aguda es realmente hermosa, como la de un Amancio Prada para predicar entre los jóvenes. Y sus historias de empeños sentimentales son rotundamente universales, pero tampoco oculta, como en la espléndida José (“Bésame en las ramas de los árboles / y ayúdame a bajar si se hace tarde”), que los destinatarios de sus rogativas amorosas son también hombres. Tanto él como la casi eurovisiva Karmento, buena amiga y cómplice suya, representan ejemplos esplendorosos de lo mucho que el acervo de La Mancha puede enriquecernos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *