El primer gran disco que aparece ya fechado en 2024 en sus créditos es lo suficientemente hermoso como para que dentro de 11 meses tengamos que volver a reparar en él a la hora de las recapitulaciones anuales. Y no entra en la consideración de novedoso que el antiguo guitarrista de The Coral entregue un gran álbum, una costumbre muy arraigada en él desde que emprendió, más de una década atrás, su singladura en solitario. Pero el punto de inflexión de su 40 cumpleaños parece apuntalar la belleza, a ratos paralizante y casi siempre desoladora, de estas 13 nuevas canciones que encierran una virtud cada vez más inusual: pese a la relativa extensión de la obra –porque, en tiempos de fugacidades, 49 minutos de atención les parecen a muchos una desmesura–, el presentimiento de que el álbum está llegando a su fin provoca en el oyente el intenso deseo de que ese final se demore al máximo.

 

Ryder-Jones, un muchacho de voz arenosa que no suele elevar más allá del susurro, nos tiene acostumbrados a álbumes grises y sigilosos, de contención y gusto por una expresividad minimalista. Las angustias que afloran ahora, sin embargo, tienen el contrapunto de una instrumentación lujosa y unos arreglos que hacen las veces de revulsivo. Puede que el de Merseyside no hubiera escrito hasta ahora una canción tan redonda, instantánea y adorable como If tomorrow starts without me, constatación de nuestra naturaleza efímera y los giros impredecibles del destino que, sin embargo, apela al baluarte del amor y a unos adorables dibujos de violonchelo para iluminarlo todo. Y otra sorpresa monumental la encontramos con la utilización puntual, pero muy llamativa, de unos coros infantiles que tiñen de esperanza incluso un vals de vocación triste, We don’t need them; de pomposidad el posterior Nothing to be done y de épica ya sin ambages con It’s today again, donde los chavales se quedan un rato cantando solo con la acústica de Bill.

 

Es toda esta eclosión múltiple de talento la que abona la importancia de Iechid da, una expresión galesa de significado sintomático: “buena salud”. Es esa lucidez y ese estado de gracia lo que le permite a Ryder-Jones transfigurarse en un Lou Reed comedido para I know that it’s like this (Baby), donde acaba introduciendo algún lloriqueo final que podría haberse extraído de OK Computer, para abordar pocas canciones más tardes, en I hold something in my hand, un manual de belleza clásica, en la que las trompetas finales aportan maneras de un Burt Bacharach que se hubiera quedado sin un cantante con una voz como Dios manda.

 

Así es la vida, amigos: un feliz accidente, una invitación al disfrute, una tragedia intrínseca. Y así es la música más elaborada que jamás había llegado a concebir Ryder-Jones, un tipo taciturno capaz –esta vez sí– de sacar pecho incluso en la solitaria dialéctica frente al piano de How beautiful I am. Una cosa muy grande, este Iechid da, que en ningún caso deberíamos pasar por alto.

 

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