Diego Vasallo es de los que no falla. También es de los que no perdona. La mitad oscura de Duncan Dhu va por libre; cada vez más por libre. Cuesta creer que este caballero que nos contempla (sin contemplaciones) es el mismo que en su día cogiese lápiz y papel para rubricar Cien gaviotas, paradigma de la escritura prístina en la historia del pop español. Con los años, en una espiral ascendente hasta el infinito, Diego se ha vuelto turbio, oscuro, áspero. Y en ese empeño, Las rutas desiertas constituye un jalón impenetrable. Todo en blanco y negro, todo extremadamente rugoso. Maravillosamente diferente a cualquier otra cosa que se estile en nuestro ¿pop? Porque no sabemos bien en qué categoría clasificar este muestrario de canciones a quemarropa, de confesiones que escuecen en la garganta, que se clavan como aguijones en la mismísima úvula. Diego es un apartado en sí mismo, un verso libre y sin parangón. Cada vez más ronco, cada vez más ácido y desolado. No hay pastillas con la suficiente concentración farmacológica para combatir tanto escozor. Los de Vasallo no son versos libres, sino marginales. Están en otro cuaderno distinto al que disponemos para las anotaciones de la semana, del mes. Y nunca le ha importado que así sea. Este es, de hecho, ya el séptimo trabajo con su nombre, y no hay manera de que reduzca el nivel de exigencia de cara al oyente. Algunos aspectos, es más, se agudizan. El compromiso con el asfalto, con la hiel, con la soledad. La sensación de perplejidad, de que la desolación no conoce vacuna y se extiende como una pandemia. Las rutas desiertas es una experiencia incómoda, pero enriquecedora. Nos hace reflexionar, pero, sobre todo, nos revuelve en el asiento. Nos aboca a preguntarnos si verdaderamente tenemos argumentos sobre los que asentarnos. Hasta Tom Waits se queda chico. Ahí radica el mérito. También la dificultad. Y todo ello, en un cruce de caminos fascinante y único. Bravo.

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