Han sido tiempos difíciles para nuestro querido Declan MacManus, que comenzó la década enfurruñado con la industria discográfica, persuadiéndose de que no merecía la pena volver a pisar ningún estudio de grabación, y hace un par de temporadas anunció un proceso cancerígeno después de sus dificultades para afinar en directo se hicieran evidentes y angustiosas. Con Costello sucede que su capacidad para reinventarse y engrosar el repertorio con canciones como puños es tan abrumadora que cuesta detenerse a hacer números: al de Liverpool le contemplan ya 66 años, pese al célebre “aspecto de eterno joven despistado y rebelde”, y este inesperado (en muchos aspectos) Hey clockface hace nada menos que su disco de estudio número 31. Si no nos han fallado las cuentas y haciendo el cómputo lo más restringido posible.

 

Con la aparente poca predisposición de Elvis por incrementar su producción, el regreso de Look now en 2018 fue una bendición: un álbum hermosísimo, quintaesencial, deudor del Costello más clásico que ya había sido capaz de urdir un mano a mano con el inmenso Burt Bacharach (escuchar aquel Painted from memory de 1998 debería ser asignatura obligatoria en las escuelas de música) y que, además de revivir aquella alianza, incluso afrontaba el reto de una colaboración autoral con Carole King, nada menos. Pues bien, este Hey clockface supone un vuelco de casi 180 grados: Elvis afronta la escritura en soledad, divide las sesiones en ciudades, entornos y ecosistemas muy diferenciados (Helsinki, París, Nueva York) y se esfuerza por salirse del raíl. Asistimos a un espectáculo pasmoso: el autor de más de 300 canciones reinventándose en el oficio, colocándose zancadillas a sí mismo para evitar automatismos, ejerciendo de transgresor contemporáneo a los sesenta y bastantes.

 

El viaje es exigente para el oyente, pero también alucinante. Revolution #49 es una apertura recitada bajo los auspicios de un cuerno inglés. Y de ahí pasamos, sin transición, al ruidismo guitarrero de No flag y a la devastadora balada They’re not laughing at me now, otra vez con chiribitas de metales (esta vez, saxo tenor y ¡fliscorno!). Son 50 minutos impredecibles y espectaculares, por cuanto jugamos con los tres escenarios referidos y ni una sola carta marcada. Desde Nueva York, el diabólico guitarrista Bill Frissell se encarga de aportar experimentación, vértigo y vanguardia (Newspaper pane), aunque su presencia es modesta en comparación con los teclados de Steve Nieve, aliado eterno, y los metales crepusculares de Le Quintette Saint Germain que presiden las tres cuartas partes de la grabación.

 

Es ahí, en la parte parisina, donde terminan aflorando las melodías más lentas, tristes y conmovedoras, desde el tango lentísimo de I do al conmovedor vals What is it that I need that I don’t already have? y ese cierre tan delicado, Byline, que suena a clásico eterno con muchas décadas a las espaldas. Pero el oyente no podrá bajar la guardia, ni en una nueva incursión recitada (Radio is everything, una oda a las ondas para escuchar a muy altas horas de la madrugada) al aire casi de charlestón para Hey clockface how can you face me? o los experimentos de programación, teclados y ritmos desaforados para Betty O’Hara confidential, una de las tres grabaciones en The Helsinki Sound.

 

Hay, en fin, algo de laberinto en todo este mapa de países, emociones y dimensiones para un Costello indomable. Y es lo mejor y lo más alucinante de este trabajo: constatar que, a la edad en la que los trabajadores comunes afrontan la jubilación, él no está ni remotamente dispuesto a quedarse quieto.

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