No minusvalores nunca un disco de apariencia pequeña. “Acercarse al borde” lo es desde cualquier enfoque apriorístico. Su firmante no figura todavía en la aristocracia de la canción de autor ni se beneficia de respaldos discográficos, viralidades exóticas o productores de postín. Incluso el carácter escueto de la entrega, que apenas roza los 28 minutos, deja entrever un espíritu humilde, el empeño por seducir sin abrumar ni caer en la espiral de la redundancia. Pues bien, hechas todas las salvedades y asumiendo que más de un oyente no tendrá sintonizada a Zecco, resulta que nos encontramos ante un pequeño gran álbum encantador. Lo comprobará cualquiera que se acerque por “Quién no”, la canción de belleza más incontestable y evocadora del lote (“Quién no ha llorado haciendo una maleta / Quién no ha perdido el tiempo pensando en otro tiempo”), concebida como un mano a mano con Patricia Lázaro, otra de esas mujeres que merecería presencia en muchos más radares. En el caso de Esther, nos encontramos ante una segoviana de 33 años que lleva ya la mitad de la vida por los andurriales madrileños. Si en su faceta como trabajadora social desarrolla la mitad del talento que con una guitarra entre los dedos, estamos ante una bendición de persona. El timbre grave de su voz nos trae a la memoria a una Cristina Lliso de entonación algo más trémula, al igual que el acercamiento es más acústico y campestre (algún que otro violín lo refrenda) que el de los inolvidables Esclarecidos. Pero esta muchacha tiene esa cosa intangible del alma, del duende. Más allá de las pinceladas matritenses de “Noche de gatos”, muy bien insinuadas, quédense con el aire noctívago de “Yo me la jugaba” o “Hasta el borde”. Grandísimas canciones pequeñas.

 

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