Reorientemos nuestros radares con urgencia: es imperativo sintonizar con este Gabriel Garzón-Montano y familiarizarnos con su apellido compuesto y una genealogía tan híbrida como su propia música: hijo de colombiano y francesa, pero nacido ya en el Brooklyn neoyorquino, tan empapado de cumbia como de r’n’b y ritmos urbanos, condescendiente incluso con las enseñanzas del reguetón. Tendremos que transigir con salidas de guion como Muñeca, que mira con descaro hacia Medellín y el cetro de los Maluma de turno. Pero representa una transgresión puntual en un álbum que, en su tres cuartas partes anglófonas, es sencillamente fascinante.

 

Había habido antes un EP autoproducido y exploratorio (Bishouné: Alma del Huila, 2014), y un primer álbum (Jardín, 2017) en el que ya exploraba las intersecciones entre hip-hop, cumbia, folclor autóctono y la mejor música negra estadounidense. Pero sus postulados antigénero (“la idea de los géneros musicales usa como base el miedo a fracasar como base. Los géneros encajonan a la música”) alcanzan ahora su apogeo. Garzón-Montano puede mostrarse extraordinariamente etéreo y sutil (los seis minutos de Fields son ejemplares), o desarrollar a cámara lenta su precioso falsete en Tombs, un tema inaugural que solo puede augurar cosas buenas. Su fascinación por el genio de Prince hace el resto. Incluso el desnudo de portada recuerda en gran medida al de Lovesexy (1988), aunque parece evidente que Gabriel sale ganando en la comparativa: lo tiene mucho más fácil para presumir de tipito, y no digamos ya de tatuajes.

 

Entre medias se desliza el rap jergal y barrial de Mira my look, pletórico de ese flow de la Colombia paisa, además de un segundo amago reguetonero en el caso de Agüita. Distintas culturas e influjos en convivencia desprejuiciada, seguramente para alborozo de los directivos de Jagjawujar, el distinguido sello que acoge a Bon Iver, Angel Olsen o Sharon van Etten: visto desde un despacho en Indiana, puede parecer un magnífico reflejo de latinidad contemporánea. Pero no nos despistemos, porque Agüita también ofrece cobijo a una balada tan soberana como Moonless y a ese medio tiempo sencillamente prodigioso, Someone, que parece alumbrado en una fructífera noche de trabajo entre Prince y Stevie Wonder.

 

La vocación antigénero se refrenda en la cadencia casi brasileña de Bloom (nuevo primor, con cuerdas incorporadas) o los paisajes ambientales y meditabundos de Blue dot, a los que termina sumándose el vocalista alemán de jazz Theo Bleckmann. No paran de sucederse las sorpresas, en definitiva, durante estos 43 minutos fulgurantes, modernísimos, amigos del riesgo y el desconcierto. Lo dicho: resintonicémonos. Urge.

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