Ojalá nos equivoquemos, pero parece difícil que en el panorama nacional encontremos durante 2019 otra entrega de la hondura, lirismo y singularidad de esta de Lígula, rarísimo ejercicio de poesía arrebatada, armonías vocales y amor por los caminos secundarios en la escritura. Se trata solo del segundo álbum de los madrileños, pero el primero en castellano tras “Distant stairs” (2015), y la calidad y calidez de estas letras dificultan comprender las dudas del grupo sobre el vehículo más adecuado de expresión. La elección del idioma es un acierto obvio en un álbum donde nada se ajusta a los arquetipos, lo que constituye una puerta abierta a la sorpresa, a la fascinación. También al esfuerzo, porque Lígula prescinde del concepto clásico de estribillo y ama los vericuetos melódicos, por lo que los fraseos en la voz de Ignacio Fernández terminan convirtiéndose en incógnita. Que todos los retos sean así de hermosos. Fernández posee una voz trémula y de aparente vulnerabilidad, cercana a la de Ricardo Lezón (McEnroe), pero a menudo va creciendo durante los desarrollos y se aprovecha de una tesitura amplia y una ejecución exquisita. Y sus aliados le arropan con arabescos de guitarras, teclados y segundas voces, siempre dispuestos al crescendo y el arpegio cálido. En Lígula son siete, circunstancia ya insólita en tiempos de restricciones, y ese detalle es indicio de ambición: no se conforman con los parajes trillados. “Canica” es una presentación extraordinaria, que además incluye la abrumadora frase “De aquí a cien años seré abono para ti”. Pero parece imposible no claudicar ante la quietud serena de “Las redes”, “La casa naranja”, “El faro, “Transatlántico”, los tenues aullidos de “En las aceras”. El resultado es una rareza tan bella y evocadora como esa portada en blanco y negro.

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