El guitarrista Chema Saiz y el pianista Federico Lechner, dos puntales veteranos y cotizados en el panorama del jazz contemporáneo ibérico, se embarcan en un proyecto conjunto audaz y ambicioso, aun desde la humildad que representa el formato de dúo. La figura de Erik Satie tardó décadas en colocarse en el lugar de la historia que le correspondía, empequeñecida en su momento por contemporáneos como Mussorgsky y, sobre todo, su paisano Claude Debussy, pero incluso una vez rehabilitado apenas se le reconoce por sus mágicas y misteriosas series de Gnossiennes y Gymnopédies para el piano. Ahora los dos artistas y cómplices radicados en la Comunidad de Madrid se adentran en el repertorio intrigante del genio normando mucho más allá de los lugares comunes. Y el resultado es encantador.
El impresionismo musical se apartó con enorme inventiva de la armonía clásica e introdujo la disonancia y los acordes complejos en el menú cotidiano de la composición, lo que representa un antecedente obvio para ese revolucionario lenguaje del jazz (esa “música clásica del siglo XX”) al que le quedaban muy pocas décadas para nacer. Lechner y Saiz, experimentados ambos en mil batallas, hurgan en esas coincidencias para convertir a Satie en uno de los suyos, un fenómeno de simbiosis con un siglo de diferencia que causa conmoción por su naturalidad. Porque tanto Saiz (Gnosienne VI) como Lechner (Premiére pensée Rose Croix) encuentran incluso espacio para desarrollar pasajes solistas de cierta improvisación, como si el bueno de Éric Alfred Leslie Satie ya hubiera intuido en su día toda la gran revolución sonora que con el nuevo siglo se avecinaba al otro lado del Atlántico.
El cantautor gaditano Javier Ruibal se incorpora a la ceremonia con una de las aportaciones más hermosas de Satie for two, al dotar de letra y voz a la Gnossienne III. Se trata de un aliado con experiencia y legitimidad en estas lides, puesto que ya había hecho lo propio exprimiendo las cadencias arábigas de la Gnossienne I para convertirla en La flor de Estambul, una de las piezas angulares de su repertorio. Por lo demás, y al margen de unos pocos recitados puntuales en francés y de unos sutiles efectos en el piano para D’holothurie, el tándem Saiz/Lechner se basta para sostener el discurso y mantener el interés con el mero sustento de las seis cuerdas y las 88 teclas. Hay incursiones en el Satie más palaciego y melódico (Valse ballet, Petite ouverture à danser), pero también en el ingenioso deconstructor de Le tango perpétuel o en el buscador de parajes etéreos e inexplorados que sugiere Chorale inappétissant. Toda una aventura, desde la perspectiva de los creadores y para el oyente. Y también, sobre todo, un considerable hallazgo.