Llevo una temporada muy enganchado a Michael Franks. Tampoco sabría explicar bien por qué: siempre figuró en el menú de las predilecciones, pero, aun dentro de compartir complicidades y coordenadas, hay momentos en que la longitud de onda se aproxima hasta la práctica confluencia. Y este es uno. Me apetece someterme a sus caricias vocales con asiduidad y, lejos de circunscribirme a sus grabaciones clásicas de los setenta (con Tommy LiPuma a los mandos), también soy capaz de encariñarme con el sonido a veces casi bailable de “Skin dive” (1985) o “The camera never lies” (1987). Pero este “The music in my head”, primer disco en siete años y una bendición que ya no esperaba casi nadie, supone un regreso en toda regla al Franks más quintaesencial. Muchos de sus seguidores españoles le perderían la pista o el interés después de “Dragonfly summer”, un título que se remonta ya a un cuarto de siglo atrás, pero estas diez nuevas canciones son tal que un reencuentro, café en mano, con ese viejo amigo del que te vuelves a encariñar como la primera vez que pegaste la hebra en los pasillos de la facultad. No busquemos sorpresas; bien pensado, lo más sorprendente es que, a sus setenta y tantos, el californiano de La Jolla mantenga intacta esa voz acaramelada, melosa, frágil, inconfundible. Y que todo el álbum suene tan abrumadoramente cálido, como un rotundo canto de amor a las musas (“To spend the day with you”, “As long as we’re both together”), empezando por la música (“Bebop headshop”, “The music in my head”), la más deseada de sus amantes. No ha pasado el tiempo: esos saxos calurosos, los teclados sutiles, los ritmos de bossa. En dos palabras: Michael Franks. Y una tercera: adorable.

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