El frenético ideario interior de Leo Mateos es inquietante, sugerente y hasta abrumador, pero nunca adquiere un significado tan pletórico en su naturaleza atribulada como cuando opera bajo el amparo de Nudozurdo. La banda madrileña había vivido su teórica disolución y Mateos, que ya había sacado los pies del tiesto en el efímero proyecto de sintetizadores Acuario, debutó en solitario con un álbum (Demasiado bellos para ser esclavos, 2021) que pasó seguramente más inadvertido de lo que esperaba y mereciera. Ahora este regreso algo inesperado y muy reconfortante coloca las piezas de este universo de angustias y apoplejías en el lugar que merecen. Un trabajo que empieza con la cantinela redundante “Soledad, soledad. Quédate, soledad / Soledad, soledad. Guerra de hebillas en la capital” solo podía provenir de la cabeza de este hombre de pensamientos tortuosos y un lirismo que hermana como nadie, o como muy pocos, la belleza y el desasosiego.

 

Y ahí radica el mérito de Clarividencia, un título muy elocuente y nudozurdiano para un trabajo oscuro, hermoso y seductor desde su plasmación de unas heridas, las del alma, que no resultan sencillas de cauterizar. La base rítmica cálida e implacable del batería Jorge Fuertes y el bajista Ojo, y las guitarras envolventes de Juanma López definen el contorno de ese universo oscuro por el que Mateos se adentra con una mezcla de pasmos y anhelos; con certezas muy escasas pero el arma poderosa de un lirismo brutal ya desde la misma pila de su bautismo. Lo que ocultan las arizónicas, Bisontes albinos o Santuario combate identifican a un creador inmerso en la perplejidad, el desasosiego y los destellos de lucidez, un alma surrealista cuya naturaleza esencialmente críptica aflora en otro título clave y representativo: Cripto mundi.

 

Los amantes del vinilo han de saber que las dos últimas canciones del trabajo, Angel genetics y La bruja, solo aparecen en un siete pulgadas adicional, mientras que el cedé sí que aglutina estas diez nuevas obras nacidas del imaginario singularísimo de Leo. Otra rareza propia de estos marcianos maravillosos, más aún si caemos en la cuenta de que Angel genetics sirvió precisamente como adelanto con el que finalizaban estos cinco años largos de silencio de Nudozurdo. Las suyas son historias con pinta de acabar mal (“No era una broma, era un presagio”, en Bisontes albinos), pero tan hipnóticas como para acabar derribando extrañezas, reparos y suspicacias. Historias sobre la vida misma, en definitiva, que tampoco cuenta con final feliz. Pero semejante tránsito, entre el crepitar de guitarras post-punk y la perplejidad del ideario del shoegaze, se hace más enigmático y, por ende, llevadero.

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