Oh, amiga Rickie: qué bueno reencontrarnos contigo esta mañana. Y justo con el disco con el que nos conocimos, aunque seguramente tú no lo recuerdes… Yo sí: “The magazine” casi nunca figura entre las obras predilectas de su discografía (un honor que suele recaer en “Rickie Lee Jones”, “Pirates” o, en todo caso, “Flying cowboys”), pero yo me derrito entre sus surcos. Porque descubrí a esta mujer de mirada demoledora, en sentido fisonómico y figurado, al calor de tres obras maestras incluidas en esta entrega, “Juke box fury”, “It must bel ove” y “The real end”. Y pensé ya por entonces que la muchacha cantaba como quien se desangra: con furia, pasión, dolor, a borbotones. Eran canciones con meandros, que giraban y se revolvían sin que acertases a adivinar cómo ni dónde, que abarcaban el espectro emocional entre el latigazo y el sutil ronroneo. Y luego estaban “Runaround”, tan acelerada y apasionante; y ese paréntesis inimaginable, como de bonita música griega y afrancesada, que era “Theme for the Pope”, en comandita con Sal Bernardi. Más tarde supe que Rickie Lee combatía en aquellos tiempos todas las adicciones imaginables, o que antes había escrito para Lowell George, había flirteado con Tom Waits y se inspiraría en el pintoresco Chuck E. Weiss para su primer y mayor éxito, “Chuck E’s in love”. Pero todo eso vino después. Lo primero fueron las canciones. Y las de “The magazine” me siguen dejando, tantos inviernos después, noqueado, maravillado, absorto.