Nadie que viviera en 1984 habrá olvidado el impacto que nos produjo la irrupción, más bien el advenimiento, de los Smiths. Y aquel fue un año, pese a las advertencias orwellianas, para vivir con muchísima intensidad, con los ojos y oídos bien abiertos. En un momento en que proliferaban los llamados “nuevos románticos” y muchos vinilos lucían una flechita con la leyenda “Dance music” en el extremo superior izquierdo de la portada, aparecieron cuatro mocosos de Manchester que recuperaban la alineación clásica del rock y el punk y disponían de un guitarrista y compositor prodigioso, ese tal Johnny Marr, que parecía una versión refinada y evolucionada del mismísimo Keith Richards. Pero todos los pequeños detalles apuntaban en otras direcciones desconocidas, incluso aunque entonces nuestro inglés precario nos impidiera descubrir las sutiles referencias a la homosexualidad en Hand in glove o comprender las imbéciles acusaciones de los tabloides, a cuenta de Reel around the fountain, sobre una supuesta condescendencia de la banda hacia la pedofilia. Y la clave de toda esa nueva dimensión recaía en Morrissey, ese tipo al que amaremos siempre aunque lleve toda la vida empeñándose en que lo encontremos odioso. No es que fuera inimaginable entonces que un cantante extrajera gladiolos de sus bolsillos; es que Moz nos descubrió que una voz podía parecer la de un crooner en un compás y desmadejarse en quejidos y sollozos al compás siguiente. O apartarse de las consabidas historias del boy-meets-girl para asumir discursos de incierto destinatario y en los que el anhelo era más conceptual que explícitamente carnal. Eran distintas hasta las portadas, ya puestos: ¿qué demonios pintaba ese fotograma de Joe Dallesandro en una película, Flesh, sobre la que ignorábamos todo? Habré escuchado This charming man varios millones de veces, y sigue sin importarme reincidir. Tampoco con Still ill, un lamento intrínseco, o la adictiva What difference does it make? Ni The hand that rocks the cradle, que no dejaba de ser una nana, aunque particularmente siniestra. Llegarían otros álbumes, acaso mejores. Llegaría incluso una memorable incursión isidril de The Smiths en el Paseo de Camoens, tal vez uno de los episodios medulares en la resurrección cultural madrileña. El productor Mario Pacheco, que distribuía los discos de los británicos a través de Nuevos Medios y propició esa visita, me contó en cierta ocasión que estuvo ilustrando a Morrissey sobre literatura bisexual anglófona, materia en la que el cantante no estaba, a lo que se ve, lo bastante documentado. Sucedieron muchas cosas, sí, pero acaso ninguna tan emocionante y hermosa como el primer acercamiento a aquella nueva luz, a una revelación de tales dimensiones.
Esta página es un deseo cumplido, que maravilla de selecciones nos regalas, aunque si buena es la música, tus textos muchas veces no solo la superan sino que la encumbran…
Disfruto de ambos por igual…Gracias