El regreso de Sleater-Kinney en 2015 con No cities to love fue acogido en su día como un acontecimiento monumental: el álbum era musculoso, guitarrero y espléndido, al trío se le echaba de menos después de una década de sepulcral silencio y su renovada fe en los efectos benéficos del post-punk para sacudir conciencias, caderas y traseros demasiado apoltronados refrendaba a Carrie Brownstein, Corin Tucker y Janet Weiss como una de las formaciones femeninas más ineludibles del último cuarto de siglo. Todas aquellas vibraciones sensacionales se amortiguan ahora por las circunstancias: la batería Weiss anunció poco más de un mes antes de que se publicara The center won’t hold que no seguiría formando parte del grupo, lo que alimenta la sospecha de las discrepancias y, en cualquiera de los casos, ensombrece lo que a estas alturas debería ser el argumento nuclear de los comentarios: las chicas han vuelto a conseguirlo. La más sustancial y evidente de las novedades radica aquí en la elección de la muy ilustre St. Vincent como jefa de operaciones desde el puesto de productora, y su mano se nota de manera evidente (y convincente) en esa querencia por los sintetizadores de vieja escuela que aflora en Love, Ruins o Hurry on home, un primer sencillo muy sabroso. No sabremos, salvo confesión de parte, si ese fichaje de Annie Clark está detrás del disgusto de Janet, pero el trabajo de la también musa de David Byrne resulta irreprochable: el trío preserva la fiereza en el inaugural The center won’t hold, pero también es capaz de armar un medio tiempo excelente con Restless o de bajar el telón con la cruda, tierna y conmovedora Broken. A estas tres grandes damas parece gustarles cada vez menos este mundo alborotado, entre Trump, el Brexit y demás calamidades (también de índole personal). Pero es fantástico que la frustración se transforme en arte y no en amargura yerma.

 

 

 

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