¿Existirá alguien sobre la faz del planeta Tierra capaz de hablar mal de los Sparks? No se nos ocurre ahora mismo ningún caso, pero es que además los hermanos Ron y Russell Mael parecen inmersos en un estado de gracia que dificulta en grado sumo el ejercicio de la disidencia. Nadie en un estado mental de serenidad atribuiría a este The girl is crying in her latte la condición de álbum número ¡26! en la trayectoria de un dúo que bordea las cinco décadas de actividad sin desfallecer ni incurrir en patinazos evidentes, y a partir de cuya obra presente es imposible inferir su condición de septuagenarios. Pero créanselo: superada con mucho la edad de jubilación, los Mael aún son capaces de entregar 14 canciones (las racanerías se las dejaremos a los mileniales) vivaces, inteligentes, adictivas y amenísimas.

 

No, nosotros tampoco sabemos cómo se las apañan. Y quizá esa es la única pregunta que no sepan o quieran contestar.

 

Lo asombroso, a estas alturas de la película, es que Russell y Ron no sigan siendo respetables y adorables, sino casi famosos, una circunstancia que siempre habrían agradecido pero para la que jamás han contribuido con un gesto de populismo. Pero su suerte cambió a raíz de FFS, su alianza de 2015 con Franz Ferdinand, la ocasión para que toda una generación los descubriera y comprendiese por qué los de Glasgow siempre los mencionaban en sus listas de grandes ídolos. La banda sonora de Annette y el cariñoso y adorable documental The Sparks brothers han terminado por afianzar una celebridad que ahora solo puede cimentarse con este monumental nuevo ejemplo de pop sagaz, experimental, marciano, pintoresco y, como siempre, cómico desde la orilla de la mordacidad, convencido como está Ron Mael de que este mundo solo puede sobrellevarse si esbozamos a cada rato una media sonrisa burlona.

 

Por supuesto, todo ello no impide que You were meant for me o el tema titular aporten motivos cantarines y muy lúdicos en su aproximación al synth pop, o que el tecno a ultranza de A love story pudiera haber encontrado acomodo en el apogeo industrial de Depeche Mode a mediados de los años ochenta. O que haya sorpresas particularmente memorables, como el stacatto y la estructura minimalista de It’s Sunny today, que parece patrocinada en persona por Philip Glass, mientras que el insólito remanso de pop acústico en It doesn’t have to be that way habría obtenido los más sinceros parabienes de un tal Bowie.

 

En el fondo, TGICIHL parece un compendio de influencias, modales y líneas de actuación de los Sparks, como si pretendieran ofrecer un muestrario panorámico de sus habilidades a todos esos nuevos oyentes jovenzanos que ahora se asombran con su gloriosa heterodoxia. We go dancing, por ejemplo, da paso a la vertiente más teatral del tándem, que se vuelve más peliculera, casi vodevilesca, en el caso de Take me for a ride. Es uno de esos raros casos de pieza más efectista que efectiva; para eso ya tenemos contrajemplos como Nothing is as good as they say it is, con la savia instantánea de la new wave corriendo por las venas de estos chavalitos de 77 y 74 años. Una vez más, con los Mael solo cabe la opción de tomárnoslos muy en serio, pero sin perder el gesto risueño.

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