En efecto, esa iguana incorporada a la partida bautismal supone un homenaje explícito e indisimulado a Iggy Pop, el reptil más ilustre, distinguido y lenguaraz en la historia del rock. Pero el brindis del cuarteto holandés no debemos entenderlo desde un punto de vista restrictivo, sino solo orientativo: los 11 cortes de este tercer álbum, un salto considerable respecto al antecedente inmediato de Nude casino (2019), exceden con mucho las fronteras del rock garajero y se adentran en un gozoso maremágnum de influencias para el que será difícil eludir las referencias de Franz Ferdinand, los primeros Arctic Monkeys, Vampire Weekend por la vía de Talking Heads y, sobre todo, esos australianos adictivos que responden al nombre de Rolling Blackouts CF.
Ha explicado el vocalista y guitarrista Tobias Opschoor –gran jefe de operaciones entre estos muchachos de Rotterdam– que Echo palace debe buena parte de su inspiración a las largas y tediosas tardes compartidas a lo largo de la pandemia; eternas sesiones de tiempo muerto que sirvieron para la improvisación, la empatía, la travesura y la digresión sonora. De ahí que a la fórmula se incorporen nutrientes particularmente sabrosos, como el aliento funk del que parte Paper straws, o el sabroso saxo libérrimo y desquiciado de un ilustre, Benjamin Herman, que multiplica los encantos de piezas ya de por sí tan orondas como Sensory overload y Oh no. Por una vez, la hoja de ruta con IDC no es evidente, y esa apuesta por lo inesperado hace de este nuevo álbum un estímulo decididamente excitante.
Pushermen sirve como quintaesencia para las nuevas directrices de los Iguana; gritones pero melódicos, demoledores a la vez que adictivos, más tiernos que macarras, amigos de un sonido cada vez más expansivo. Normal que los directivos del sello Innovative Leisure (el mismo de Nick Waterhouse o BADBADNOTGOOD, por ejemplo) les echaran el lazo tras verlos en acción sobre los escenarios del SXSW de Austin).
Ese burbujeo de la base rítmica marca la pauta en otros grandes momentos de la colección (Sensory overload, o un Sunny side up que parece préstamo de Talking Heads en torno al verano de 1977), pero también hay concesiones a sonidos más porosos, como en el caso de la elegante y sedosa Heaven in disorder. Si una pieza así hubiera aparecido en un disco de Iggy, tendría que ser con su amigo Bowie en la cabina del productor.