Hace mucho que los discos de Rod Stewart mueven de entrada al escepticismo, y más si el diseñador de la portada perpetra escabechinas como la presente. Pero no perdamos el foco: hablamos de alguien muy grande, un personaje que tiene reservado su huequito en el olimpo aunque solo fuera por sus seis o siete primeros discos. Lo más alentador que podemos decir a estas alturas es que el escocés ha dejado ya lejos su serie del American songbook, aquella colección remilgada y pesadillesca (¡cinco entregas!) con la que se demostró que aún queda mucha gente dispuesta a comprar música de ascensor. Este Blood red roses sorprende porque el lifting no solo afecta al grafismo (el pincel para disimular esos 73 añazos), sino al sonido. Y de manera radical.
Stewart se ha propuesto recordarnos que no solo es un roquero con trienios de pedigrí y un baladista para sábanas muy húmedas, sino que también ha sido de razonable utilidad a la hora de ejercer como llenapistas. Los desaforados temas iniciales, Look in her eyes y Hole in my heart, remiten a su manera a las noches living-la-vida-loca en tiempos de Young turks y Da ya think I’m sexy, y el efecto es tan extemporáneo que no puede reprimirse la sonrisa. Mucho ojo: los tonymaneros aún deberán afrontar el garbeo de Give me love, puro disco con bola de espejos, mientras que el pastiche Motown encuentra hueco en Rest of my life. Y todo ello, combinado con las briznas celtas del tema titular y el baladón Grace.
Este disco constituye un desmadre tal que solo puede acogerse con simpatía indulgente. A sabiendas de que a la tercera o cuarta escucha ya lo archivaremos por la letra R y, llegado el momento de regresar al rubiales, desempolvaremos Atlantic crossing o Every picture tells a story. Pero reservemos un huequito en nuestro recuerdo para estas rosas de rojo sanguíneo: son muchos años de complicidad con Rod.