La metáfora parece evidente, pero no dejemos pasarla de largo. El bueno de Toño Villar, “Tucho” para amigos y compañeros de portada, se retrata con el corazón en la mano y en primer plano, como refrendo para la veracidad de estas diez historias. Aunque a veces nos manchemos los dedos de sangre o tengamos que reponernos a texturas incómodas, mejor ir con la verdad de frente. Ese es el mensaje, sospechamos, para la portada de este primer trabajo solista, y así se refrenda en un cancionero cincelado con voz rasposa, guitarras que crepitan, un poso de solemnidad convincente (ese frenazo con redoble de batería para Coyotes) y la verosimilitud que concede saber que estas diez canciones se han grabado en directo, con todos los músicos tocando juntos en el estudio. No podía ser de otra manera, porque Villar aboga por un discurso franco y directo, reticente de los circunloquios. Tucho había ejercido como cantante de LexMakoto, una faceta en la que no llegó a lograr gran trascendencia pero sí el crédito suficiente como para que este debut en primera persona haya estado precedido por un par de giras en solitario por Estados Unidos. Hay en la música de Toño ese gusto por los paisajes polvorientos y crudos que asoman en El lobo gris, esa fascinación por el country oscuro, las segundas voces femeninas, los atardeceres frente a horizontes infinitos y la rebelde melancolía ante los arañazos de los años (Una huella en el tiempo). Tucho practica rock de autor hirsuto, en algún lugar no muy alejado de Rulo, el Quique González más enrabietado y hasta David Ruiz, de La MODA. Y en estos casos siempre existe el peligro del arquetipo o del lugar común, pero la fiera sinceridad de El miedo o el aire más pop de la excelente El mundo entre los dos corroboran el gran pulso con el que late este corazón descarnado.

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