Hoy, 21 de septiembre de 2018, es el día. The art of pretending to swim, cuarto disco de Villagers (no computaremos el precioso Where have you been all my life?, reformulación de grabaciones preexistentes) ve al fin la luz y adquiere rango de acontecimiento. No hablamos de un álbum más de tantos como llegan a las estanterías cada viernes, sino de una entrega sencillamente maravillosa. Y riquísima: bailable, negroide, pegadiza, delicada, repleta de detalles y texturas. Una absoluta barbaridad.

 

Con samplers, por primera vez en la discografía del genio irlandés Conor O’Brien. Con unos arreglos de cuerda para caerse de espaldas en Hold me down. Con la ambición intacta en Ada, seis minutos (y hasta diez, en una versión con invitados que solo estará disponible en un disco de 10 pulgadas) que parecen un acercamiento acústico a Pink Floyd. Con el brutal trance electrónico de Real go-getter, una pieza con la que nuestro teórico cantautor podría terminar avivando el fuego de una rave. Con ese inmaculado instinto melódico que convierte Fool o Long time waiting (¡un himno a la procrastinación!) en delicadas obras de arte.

 

Villagers es una tapadera: el alma, el instigador, el conspirador es Conor. Darling arithmetic (2015) era una preciosidad acongojada. Ahora llega la otra cara de la moneda, la más reluciente. Ya desde la pieza inaugural, Again, queda claro que las coordenadas se encuentran en todo caso más cercanas al segundo álbum, Awayland (2013), que al antecesor inmediato. Pero The art… es un estallido en toda regla: un golpe en la mesa, una exhibición de genio, una eclosión. Escucharemos pocos, muy pocos discos así en 2018, tan brillantes: ¡hasta en el título! Y convenía alertar al respecto, para que conste.

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