Seguramente no lo habíamos visto venir a la altura de su debut (A.M., 1995), pero Wilco estaban llamados a ser una de las grandes bandas de nuestras vidas. De las primerísimas. Being there (1996), que además era doble (¿un elepé doble a las segundas de cambio?), ya disparó todas las alertas e indicadores de excelencia. Pero Summerteeth, que sin llegar a incluir otros dos cedés se disparaba por encima de la hora, se convirtió, definitivamente, en un festín para grabárselo a fuego en la memoria.

 

Estábamos ante una celebración finisecular, un pacto de sangre entre Jeff Tweedy y nosotros. Una amistad inquebrantable: entonces sabíamos pocas interioridades sobre Tweedy, aunque ya parecía evidente (A shot in the arm) que nos encontrábamos ante un tipo torturado. Un hombre de crudos vaivenes interiores que, pese a todo, también era capaz de proclamarse en enamoramiento perenne (I’m always in love) y, aún mejor, volverse califragilístico con Nothing’severgonnastandinmyway (Again), uno de esos zambombazos de instantáneo rock yanqui –por la vía del power pop– que ya nunca podremos dejar de canturrear.

 

Sí, sí, ya sabemos que Jeff no era precisamente un recién llegado. A las alturas del tercer álbum de los de Chicago (su alianza con Billy Bragg para rendir tributo a Woody Guthrie es una aventura claramente paralela, aunque sumaría con los años un segundo capítulo) le avalaba su trayectoria previa con Uncle Tupelo, banda seminal para el alt-country en la que él y Jay Farrar acabaron, ejem, como el rosario de la aurora. Pero Summerteeth era demasiado elaborado, minucioso y diverso como para considerarlo una mera evolución de aquel country alternativo. Tweedy había entrado ya en la treintena y era capaz de ampliar la mirada hacia Big Star, la mirada power ineludible. Incluso de esbozar en apenas tres minutos una Pieholden suite que servía como tributo a Smile, aquella magna obra inconclusa de Brian Wilson justo después de Pet sounds.

 

Da lo mismo por dónde le hinquemos el diente a Summerteeth: es incontestable. El tiempo y las giras han asentado en la memoria preciosidades meditabundas como Via ChicagoHow to fight loneliness, pero la segunda mitad del disco nos dejaba suculencias como When you wake up feeling old (otra vez las armonías vocales con la vista puesta en los Beach Boys) y el rock franco de ELT, acrónimo para “Every little thing”. O Candy floss, tan trepidante y feliz que la banda la escondió en un tramo final que escamoteaban los créditos. Como si el rock sesudo tuviera mala conciencia con el pop rutilante. Influían en Candy… y en todo el álbum los teclados omnipresentes y fabulosos de Jay Bennett, una suerte de Steve Nieve al otro lado del océano.

 

Bennett también acabaría tarifando, ay, y marchándose en 2001 de la banda. Le perdimos en 2009, con solo 45 años. Ni siquiera en un álbum tan fabulosamente luminoso como este nos hemos podido librar, tratándose de Wilco, de una coda sombría.

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