Libérica es la formulación más colaborativa que ha desarrollado el poliédrico e infatigable contrabajista catalán Manel Fortià, y en esta segunda entrega la criatura sónica alcanza momentos en que su vuelo se eleva hasta cotas espectaculares. ¿Libérica o Libérrima, cabría preguntarse? Porque Fortià asume el reto casi temerario de abordar algunas melodías tan célebres y difundidas que podrían desincentivar las escuchas; y en todos los casos el acercamiento es tan osado e imaginativo, tan rabiosamente ajeno a la norma y al esquema preconcebido, que incluso La tarara o El garrotín se reformulan y llegan hasta nuestros tímpanos como hallagos preciados y novedosos. Por más que de antemano las tuviésemos por mil veces ya escuchadas.
Las bandas que ahondan en las posibilidades del jazz-flamenco se cuentan a estas alturas por docenas, pero Libérica aporta en este sentido el atractivo de sonar al mismo tiempo muy jazzística e inequívocamente jonda. Parece como si Fortià y sus aliados más consustanciales (el pianista Max Villavecchia, las baterías de Oriol Roca y Raphael Pannier) ensancharan el territorio colindante para habilitarles así nuevas parcelas a sus socios y compinches, en particular dos jóvenes muy talentosas en los vientos, la saxofonista Aina López y la trompetista y también cantante Alba Careta (Avinyó, Barcelona, 1995), uno de esos nombres propios que, sí o sí, hemos de incorporar a nuestro catálogo mental.
Ese es el espacio que Fortià y los suyos dejan allanado para que irrumpan prodigiosamente las voces aflamencadas y a menudo conmovedoras de Pere Martínez, Carles Dénia y Antonio Lizana, un catalán, un valenciano y un gaditano, este último también saxofonista (por si todavía le faltase algún condimento al menú). Y el resultado es un recorrido radiante y luminoso por todo el arco mediterráneo, un discurso a la vez poderoso, inspirado e inspirador. Manel mueve los hilos con discreción y soltura, sin intervencionismos protagónicos, pero predispuesto siempre a dar la sorpresa. Así sucede con el fabuloso acercamiento a Rossinyol, otra de esas melodías que creíamos amortizadas (y que ha redoblado estos meses su popularidad gracias a su inclusión en la película El 47), y que se mueve en coordenadas desconocidas gracias a que Fortià contrapone a la voz de Martínez una línea de bajo disonante que parece prestada por el mismísimo Charlie Haden.
Es emocionante dejarse llevar por el sentir siempre impredecible de Manel, un hombre que, pese a su juventud, parece atesorar todo un universo de música en la cabeza. A los 40 años, el de Cassà de la Selva (Girona) juega con los palos flamencos como si le hubieran amamantado en Jerez de la Frontera, pero también es capaz de inventarse la “New Orleans seguiriya” para que El garrotín, último capítulo de la espectacular serie, alcance una dimensión inédita. Hay mucha fiesta, chisporroteo y disfrute en este disco precioso, en el que los oficiantes siempre parecen dejar hueco al oyente para que se integre en el grupo y comparta esa sensación de felicidad.