Sheila Blanco y Federico Lechner no pertenecen a la misma generación, pero en cambio sí que comparten filiación: la de los buscadores infatigables de belleza, ya sea con un teclado entre los dedos o un micrófono frente a los labios. La salmantina y el bonaerense ya habían confluido en el proyecto Puro Gershwin, pero con el material porteño y en castellano que ahora les ocupa se les multiplica la química e interactúan con la naturalidad y la complicidad de quienes llevasen compartiendo códigos y escenarios media vida. En el fondo, porque les hermanan su gusto por la delicadeza y la caricia sonora, y también el nulo interés por la floritura: tanto la una como el otro son músicos extraordinarios que no necesitan enredarse en adornos absurdos ni filigranas vacuas para dejar su sello personal.
Con ese mismo empeño concienzudo que la guió durante los años invertidos con Cantando a las poetas del 27, Blanco se sumerge en el nuevo reto con ese gusto por el estudio minucioso, asumiendo incluso el seseo y hasta ese ligero punto de engolamiento propios del Mar de la Plata. Se trata de un concienzudo acto de amor hacia una música y un sentir que se elevan y reinventan desde la mayor de las complicidades. En ese sentido, el tango jazz de Sheila y Federico recuerda en espíritu a los cada vez más numerosos y sólidos ejemplos de jazz flamenco que no dejan de multiplicarse en suelo ibérico. Solo que el de Los mareados es, por ahora, un territorio bastante menos explorado.
Metidos ya en harina, a Lechner y Blanco no les tiembla el pulso a la hora de abordar lecturas de temas conocidísimos, con el riesgo que ello conlleva de parecer redundantes asumiendo un repertorio ya abordado en, literalmente, centenares de ocasiones. La pieza que da título al elepé, ese portento de Juan Carlos Cobián con letra de Enrique Cadícamo, se afronta a partir de un piano dislocado y disonante, una idea preciosa justo para acentuar esa sensación de mareo. Y en lo relativo a Gardel, Por una cabeza resulta algo solemne, pero el aún más difundido El día que me quieras supone un punto culminante de la colección, por más que revisar una obra de celebridad tan infinita tenga algo de temerario. Pero no: el vibrato de Sheila se vuelve sublime, con una perfección vocal a la que Federico responde con unos arreglos sutiles, de pura caricia.
Y luego está el material propio, que, en otro ejercicio de valentía, ocupa el cuarenta por ciento del total. Asombra que nuestra cantante, compositora, pianista y periodista salmantina sea capaz de parecer bonaerense de varias generaciones en La ladrona, con ese punto de despecho, chulería y femme fatale que solo creíamos factible a partir de infancias labradas por los andurriales de la Boca. Por su parte, Federico Lechner se explaya y ejerce de niño travieso en la juguetona Esbaesbabaesbababaesbabababaesbababababagui (!), un trabalenguas divertidísimo. Y solo queda ya sacarse el sombrero ante esa oda futbolera que encontramos en Milonga para una pulga, declaración de amor devoto hacia Leo Messi con un lenguaje poético que ya creíamos olvidado e inalcanzable.
Arte para ensalzar el arte, con independencia de las filias balompédicas de cada cual incluso de la indiferencia hacia el deporte. Lástima que Argentina esté como está: después de un trabajo así, a nuestra Sheila Blanco deberían concederle de oficio la doble nacionalidad.