Más allá de que Marlon Williams tenga ancestros maoríes y toda la legitimidad en términos sanguíneos para abordar un proyecto tan inesperado como este, el repentino viraje del inglés a una lengua tan ancestral y peculiar adquiere consecuencias no solo culturales y fonéticas, sino también tímbricas. Williams es un cantautor de extraordinario predicamento en Nueva Zelanda y con un puñado de grandes canciones de las que ya nos habíamos percatado en las antípodas (tanto Make way for love, de 2018, como My boy, cuatro años posterior, son dos álbumes que disfrutamos mucho), pero la apuesta por el idioma de sus antepasados va aquí mucho más allá de una cuestión lingüística. El maorí sirve como elemento identitario, sin duda, pero sobre todo produce una transformación musical: Williams se vuelve más diáfano y luminoso de como le conocíamos, y ese acento polinesio convierte este cuarto álbum en un revulsivo sonoro que llega mucho más allá de la anécdota o del exotismo.
Es probable que no entendamos ni remotamente una sola palabra de estas 14 nuevas composiciones, más allá de que nos cuenten que Te whare tiwekaweka significa “Una casa desordenada” y que ahora los traductores en línea nos permiten hacernos una idea de casi cualquier cosa que nos ofrezca nuestro babélico planeta. Pero el regreso de Marlon a su villa natal de Lyttelton, un pueblito de poco más de 3.000 habitantes en la isla sur neozelandesa, en los alrededores de Christchurch (la ciudad más populosa de South Island), le ha permitido reconectar tanto con sus raíces que hasta la ilustración de portada corresponde a un dibujo que su madre, la artista gráfica Jennifer Rendall, realizó hace 35 años cuando estaba embarazada de él. Y el hecho de abrir la colección con una pieza a capela, E mawehe ana au, en la que habla sobre “estar atrapado entre dos mundos”, refrenda que nuestro protagonista no va de farol ni se guía por estrategias políticas o de mercadotecnia. Te whare es, en efecto, un disco valiente, insólito y realmente hermoso que nace de una necesidad profunda. Que proviene del corazón y apela a la cosmología.
El menú es ecléctico, delicioso y adorable, más allá de los prejuicios que a algún oyente rancio le queden sobre factores étnicos o de procedencias remotas. En realidad, es fácil enamorarse de esta fonética clara y límpida, y más aún en cuanto descubramos que Aua atu ra es soul bondadoso con un guiño armónico a Blue velvet o que la más tradicional de las composiciones, Kōrero māori, es una preciosa apelación a las típicas canciones corales de esta cultura. O que Whakameatia mai es puro country-folk de guitarra acústica, mandolina y adorables armonías a cuatro voces.
Todo contribuye, en suma, a convertir esta “casa desordenada” en el escenario de una celebración nada excluyente, más allá del ADN de cada participante. De hecho, uno de los colaboradores más estrechos es un rapero local, KOMMI, que aporta parte de las letras (ahí no podemos evaluar su trabajo) pero asoma con gracia en la casi ritual Huri te whenua. Y en el polo opuesto, una celebridad del pop-rock neozelandés, Lorde, se suma a la causa para un dúo de balada pianística de toda la vida, la breve Kahore he manu E, que también daría muy buen resultado en inglés. En resumen: Te whare nos cambia el paso y coloca muy lejos de los parámetros previsibles, pero provoca una simpatía y asimilación casi inmediatas.