La década de los ochenta y los primeros compases de la de los noventa representa un periodo tan próspero en la historia del pop español que no son pocas las bandas de aquella era dorada que, ante la sobreabundancia de estímulos sonoros, no obtuvieron el reconocimiento que habrían merecido ni se hicieron con el hueco que les correspondería en los anales de nuestra memoria sentimental. La lista de damnificados es significativa, desde 21 Japonesas a Ciudad Jardín, Tahúres Zurdos, Especialistas o tantos otros que cualquiera rescatará de sus vivencias y percepciones propias. Pero entre los casos más clamorosos siempre habrá de figurar, con todos los alardes tipográficos que sean necesarios, el del tándem donostiarra La Dama Se Esconde, grupo singularísimo y quintaesencial que rozó efímeramente la gloria con su segundo álbum (y, sobre todo, la canción que le daba título) para enseguida difuminarse en la nebulosa de los recuerdos menos nítidos.
Aquel La tierra de los sueños, disco emotivo, encantador y reivindicable donde los haya, no había vuelto a pasar por las fábricas de vinilos desde su tirada original, así que esta reedición remasterizada que Warner nos entrega ahora, 38 años después, es un merecido acto de justicia y una llamada al resarcimiento histórico. Y nunca es tarde si, como en el ejemplo que nos ocupa, la causa bien lo merece.
Nacho Goberna e Ignacio Valencia tenían apenas 23 primaveras y un bagaje ya nada desdeñable a sus espaldas cuando la mencionada multinacional comenzó a prestarles atención. Amigos desde la tierna edad de los seis años, en que el destino les colocó en la misma aula de los Jesuitas de San Sebastián, los dos Ignacios habían compartido aventuras musicales en los balbuceantes Agrimensor K y, ya como LDSE, con dos trabajos independientes (el minielepé Avestruces, en 1985, y Armarios y camas, un año más tarde) muy apreciados entre los amantes del pop turbador y oscuro, los ropajes negros, los inquietantes relatos de Kafka, la fantasía de Tolkien y, por supuesto, los discos de Joy Division o The Cure. Hoy, tanto tiempo después, las evocaciones a la banda de Robert Smith se antojan todavía más flagrantes, aunque el influjo de Johnny Marr y sus guitarras chisporroteantes para The Smiths también se filtraban de manera evidente en cortes como Es un teatro.
Pero volvamos a 1987. El fichaje por una compañía poderosa permitió a los dos amigos donostiarras preparar su segundo disco de larga duración con medios más holgados, pero sin renunciar a los presupuestos estéticos que ya les caracterizaban. “Éramos tan jóvenes que no existía sensación de responsabilidad, sino de estar inmersos en un juego maravilloso”, rememoraba en su día Ignacio Luis Fernández Goberna, cantante y compositor del dúo, para el libro 201 discos para engancharse al pop/rock español (Fundación Autor, 2006). “El salto a Warner nos hacía mucha gracia porque asociábamos aquella marca con el Correcaminos y el Coyote, pero seguimos haciendo los discos que queríamos hacer. Para La tierra… había preparado 12 canciones y grabamos 11. Fue un parto diáfano, prístino”.
La tierra de los sueños guardaba fidelidad a las cajas de ritmos, pero incorporaba por primera vez el rugido de las guitarras eléctricas y resultaba más luminoso y accesible que sus antecesores. El universo lírico, eso sí, se mantenía entre lo excéntrico y lo onírico, como ya era costumbre en Goberna. “Me horrorizaban las historias cerradas, esas ante las que solo puedes bajar la cabeza, recibir el mensaje y callar. Prefería ofrecer unas piezas de puzle, que aquellas canciones fueran como un barro que cada cual pudiera modelar a su antojo”.
El enardecido tema central, que Goberna escribió de un tirón una tarde de marzo, entre la cama y el ordenador Atari de su habitación, se convirtió en la melodía más recordada de la banda. “Nunca imaginé que fuera tan perdurable. Me enamoré de ella como me sucedió con 78 de las 80 canciones que grabamos con La Dama”, terminaría admitiendo su autor. Cuatro direcciones, inspirada en las tradiciones orales de los Pieles Rojas, permitía la conjugación de un verbo tan insólito en el pop español como “ulular” (¿alguien ha vuelto a escucharlo en alguna otra ocasión?). Y Nunca he entendido a las sirenas retomaba la primera composición del grupo, Nunca he entendido a las gaviotas, inspirada en San Sebastián y que no había visto la luz hasta ese momento.
A los dos amigos y tocayos solo les quedó el mal sabor de boca del trabajo con el productor, Barry Sage: hubo muchísimas tensiones y choques en lo personal, y la sospecha de que el ingeniero británico, que por entonces ya se codeaba con New Order, Madness, Boy George o Pet Shop Boys, había aceptado el encargo como un mero trámite alimenticio por el que no sentía mayor interés. Las exigencias de una promoción a ratos exhaustiva también se les atragantaron a aquellos chavales retraídos y huidizos. Pero hoy sigue asombrando el universo lírico de Zambullirte (con guitarras de Suso Saiz, cuidado), el chispazo melódico instantáneo de Un sendero, el aparatoso universo de las cajas de ritmos desbocadas en Esto solo es o, en general, aquellos teclados que hoy nos resultan estridentes y anacrónicos, pero también entrañables.
La Dama aún grabaría tres buenos discos hasta su disolución en 1993. Nacho reapareció nueve años más tarde con un álbum en solitario precioso y olvidadísimo, e Ignacio abandonó la música para trabajar como funcionario (su hermana Irantzu es la voz de La Buena Vida, otro ejemplo de banda que debería ocupar un lugar mucho más preeminente en nuestras oraciones). Con todo, Valencia volvió a asomar tímidamente la cabeza hace un par de años con una nueva banda, Trampa 22, junto a Sergio Barcia, de Afrobrass. ¿No sería verdaderamente hermoso que Nacho e Ignacio, 40 años después del fundacional minielepé Avestruces, reivindicaran su adorable legado desde los escenarios?